Él apenas vendió un par de cuadros en su vida, pero, a partir de su muerte, sus obras empezaron a cotizarse hasta convertirlo en uno de los pintores holandeses más valorados de la historia del arte. Ella es la estrella indiscutible del Museo Mauritshuis de La Haya y su mirada entre dulce y enigmática tiene el poder de hacer que los turistas se desvíen de su ruta habitual por los canales de Ámsterdam para hacerse un selfie con ella. Entre los dos, atraen a millones de visitantes de todo el mundo. Verlos a solas hace tiempo que se convirtió en misión imposible. En esas llegó un virus desconocido y nos cambió la vida. Los aviones dejaron de volar y las salas de los museos se cerraron. El 2020 será un año que no olvidaremos fácilmente. Pero entre las cosas positivas que recordaré, está, sin duda, el reencuentro con Van Gogh y la muchacha del turbante azul.
Con reserva online, franja horaria asignada y habiendo hecho uso de una generosa cantidad de gel hidroalcohólico a la entrada, me aventuré por las puertas del Mauritshuis a principios de junio, tras haber visto por el rabillo del ojo a Mark Rutte y al miembro más prominente de su Gabinete, el Ministro de Salud, camino del Parlamento: a pie y sin ceremonias. Cosas de una ciudad como La Haya, en la que las principales instituciones gubernamentales se concentran en el centro histórico. La pinacoteca, que se encuentra a escasos metros de la sede del Gobierno holandés, solía ofrecer una atmósfera íntima que se ha ido diluyendo a lo largo de los años, bajo la presión del creciente número de visitantes. Tenía ciertas expectativas, pero la realidad las superó con creces. Recorrer sus salas sin tener que esquivar congéneres y poder contemplar de cerca pinturas de Holbein, Rembrandt o Vermeer, es un lujo en un mundo donde el ocio cultural, como muchas otras actividades, está altamente masificado. Solo tuve que esperar unos minutos en el umbral de la sala quince para reencontrarme con su pieza más icónica. Sin enjambres de móviles ni grupos de turistas que se interpusieran entre mí y la conocida como la Mona Lisa del Norte, pude admirarla desde todos los ángulos posibles, mientras ella me seguía con la mirada. Al pasar por la tienda del museo, rumbo a la salida, apareció la primera mascarilla del recorrido. Allí estaba la joven de nuevo, aunque esta vez, embozada en su propia imagen y sin que la famosa perla fuera visible, su expresión parecía haber mutado hacia el enfado.
En contraposición, la visita al Museo Van Gogh, un par de semanas después, me impresionó desde antes de que pudiera acceder al moderno edificio y disfrutar casi en solitario de su espectacular contenido. Situado en la amplísima esplanada del Museumplein, con el Rijksmuseum como telón de fondo, sus inmediaciones solían estar casi tan abarrotadas como sus salas. Hace un año, para poder ver la exposición de David Hockney había que navegar entre el mar de gente, y acercarse a la colección permanente era ardua tarea. En esta ocasión, entre las restricciones por la covid y lo temprano de la hora, los que esperábamos éramos menos que el personal encargado de comprobar que cumplíamos con los requisitos para entrar en el museo, y en los alrededores apenas se veían un par de personas haciendo deporte o paseando al perro.
Es evidente que, cuando desaparezca la necesidad de mantener la distancia social, serán raras las ocasiones en las que podremos quedarnos “a solas” con nuestras obras de arte favoritas. ¿Y si, en lugar de dejar que los museos se vuelvan a llenar hasta la bandera, se aprovechara este inusual intermezzo para buscar modelos alternativos, que hagan de estas salidas culturales un momento de esparcimiento o estudio relajado? El apoyo a la cultura no tiene por qué estar reñido con ofrecer más calidad al visitante. Algo me dice que a Vincent le gustaría el cambio.