En medio de una pandemia hay que evitar los desplazamientos innecesarios. Pero si la crisis te pilla fuera de casa, puede llegar el momento en el que el viajar se convierta en una necesidad imperiosa y solo puedas pensar en la manera más rápida y segura para regresar a tu hogar y reunirte con los tuyos, aunque tengas que guardar el metro y medio de distancia reglamentaria. Como otros países europeos, los Países Bajos se esfuerzan por repatriar a los miles de nacionales y residentes que se han quedado varados en otros puntos del planeta: turistas, estudiantes, cooperantes que de repente se han vuelto un engorro para los países donde se encuentran… Cuánto más remoto el destino, y a medida que se cierran fronteras donde antes se les recibía con alegría, más compleja la situación.
Afortunadamente cuando mi marido y yo emprendimos viaje rumbo a la región francesa del Languedoc, lo hicimos en vehículo propio. Entonces, en La Haya todavía se hablaba del Covid 19 como un virus comparable con la gripe, Mark Rutte estrechaba la mano de sus colaboradores frente a las cámaras y la vida transcurría con normalidad. El único indicativo de lo que se avecinaba eran las noticias que llegaban de Italia. En España aún no se había descontrolado la situación y mi madre y yo hacíamos planes para vernos cuando terminásemos las gestiones que nos habían llevado a Francia. Sin embargo, en cuestión de días, todo cambió y los acontecimientos se precipitaron como las piezas de un siniestro dominó: el presidente del Gobierno español declaraba el estado de alarma en todo el territorio nacional y antes de que nos recuperásemos de la impresión, Macron hacía lo propio en Francia. De repente, cosas tan banales como ir a comprar el pan requerían un salvoconducto, se establecían controles en puntos estratégicos y desplazarte sin el papel adecuado, aun en el recóndito pueblo donde nos encontrábamos, te exponía como mínimo a tener que dar la vuelta sin víveres. Una limitación de libertades que, para quienes nunca hemos vivido una guerra, resulta muy extraña, por muchas películas que hayas visto. Mientras tratábamos de reubicarnos en esta nueva realidad y averiguar cuáles eran nuestros derechos y obligaciones en un país que se había declarado “en guerra” contra un virus desconocido, las medidas de confinamiento se extendían también a los Países Bajos y aumentaba el nerviosismo.
El teléfono del consulado neerlandés en París debía estar saturado de llamadas pero por suerte su página web nos proporcionó la claridad necesaria para ponernos en marcha. Descargamos el formulario de desplazamientos autorizados, lo rellenamos siguiendo las instrucciones consulares (retour aux Pay-Bas por motivos familiares) y abandonamos el bucólico paisaje de viñedos y olivos antes de que el restablecimiento de las antiguas fronteras europeas dejase de parecer improbable.
A lo largo de los casi 1.200 kilómetros de recorrido, nos cruzamos con unos pocos locales, algunos rezagados como nosotros volviendo al Norte y sobre todo camiones, conducidos por otros héroes silenciosos que ya no se atreven a utilizar los baños de las áreas de servicio, pero que continúan asegurando el suministro de mercancías dentro de los confines de la Unión Europea. Enarbolamos nuestro salvoconducto en el par de ocasiones que nos los pidieron y exhalamos, por fin, cuando la policía belga nos dejó entrar en territorio flamenco.
La Haya nos recibió con una preciosa puesta de sol y un aire de tranquilidad que aún se mantiene a pesar de que, en los Países Bajos, la cuarentena se han extendido hasta el 1 de junio. No es una buena noticia, aun así me siento muy afortunada de estar aquí, cerca de mis hijos que como muchos jóvenes se esfuerzan por seguir sus estudios online y adaptarse a las nuevas circunstancias. Los malos tragos juntos son más llevaderos. Y, pese a la incertidumbre que se ha instalado en nuestras vidas, espero que cuando la tormenta haya pasado, podamos volver a abrazar a las abuelas y al resto de la familia en España. De momento se me han quitado las ganas de viajar.