En los Países Bajos viven actualmente 3,2 millones de personas mayores de 65 años. De todos ellos tres millones viven en su casa, mientras el resto vive en residencias, entre las que se diferencian las más medicalizadas de las que prestan una asistencia menos especializada. Desde que estalló la pandemia del coronavirus, las residencias no permiten el acceso a familiares ni a gente de fuera, una medida que ha tenido un fuerte impacto emocional en la población. A esto se añade la información controvertida que se ha publicado sobre la atención que se presta a los enfermos mayores fuera del hospital y el alto número de fallecimientos por coronavirus en residencias de mayores. En esta crónica, Gaceta Holandesa pretende hacer zoom a la situación actual de las personas mayores en Holanda, también antes del azote del virus, para entender cómo se vive aquí la vejez y devolverle a este estadio vital la humanidad que merece.

Baukje Boersman es hija de una pareja de campesinos que vivía en una casa pequeña y blanca en Sondel, al norte de los Países Bajos. Cuando tenía dos años su familia se mudó a Hoogeveen, en Drenthe. Allí cursó su escuela primaria y llegó hasta segundo año de Labores Domésticas, una carrera que ya no existe y en la que enseñaban a cocinar, tejer, limpiar y reparar cosas. Trabajó un tiempo como empleada doméstica para el doctor del pueblo y también le ayudó a su padre a cuidar de las vacas cuando su familia se regresó a la provincia de Friesland. A los 22 años viajó a Ámsterdam, trabajó año y medio como enfermera hasta que volvió a vivir con sus padres y, no recuerda muy bien cómo, conoció a quien sería su esposo unos años después. Richtje Boersma, una de sus hijas, cree que a veces sus padres compartían tiempo con un grupo de amigos en alguna calle del pueblo, otras veces en el bosque, pero siempre los domingos al mediodía. Hasta que se casaron y tuvieron cinco hijos, y Baukje regresó al campo. Le dedicó media vida a sus hijos y la otra media a ayudar a su esposo con las vacas, la leche de las vacas y la huerta de vegetales que alimentaba a su familia.

Ahora, viuda y con 93 años, vive sola en una casita en Wijckel, un pueblo con algo más de 600 habitantes. Precisa de ayuda para vivir: económica, porque no pagó pensión adicional, lo que la hace completamente dependiente de la prestación básica y universal del sistema de pensiones holandés (AOW); y social, porque desde hace dos años, cuando se cayó por sacar un libro de su biblioteca y se rompió la cadera, apenas si puede moverse para cocinar sus alimentos y asearse. En consecuencia, dos cuidadoras la visitan en su casa dos veces al día, todos los días, desde que regresó del hospital con una cadera nueva. A las ocho de la mañana le ayudan a ponerse las medias de compresión, a tomarse sus remedios y a firmar la hoja donde consta que se los ha tomado, a limpiar su orinal, a bañarse y vestirse. Y durante la segunda visita, a las ocho de la noche, le ayudan a quitarse las medias y a preparar su orinal y los remedios del próximo día. Otra cuidadora más le lleva su comida. Entre tanto, sus familiares la visitan, le llevan flores, libros y periódicos para que su conexión con el mundo exterior se mantenga en sus justas proporciones. Aunque ahora, para evitar contagiarla, las visitas no pasan de la cocina y las cuidadoras van cada vez menos.

Richtje , quien también trabaja en una residencia para personas con discapacidad mental, muestra la foto de su madre Baukje cuando era joven con ella de bebé. Foto: Adri Seidel

Ley de apoyo social, la ayuda domiciliaria de los Países Bajos

El trabajo de quienes la cuidan es posible gracias a la Ley de apoyo social (WMO), que entró en vigor en el año 2015 y su propósito es “ayudar a los ciudadanos a que puedan seguir viviendo independientemente en sus hogares y participar el mayor tiempo posible en la sociedad”. En acciones esto se traduce en visitas domiciliarias, ajustes en los diseños arquitectónicos de las viviendas, transporte municipal y urbano, sillas de ruedas e incluso guarderías por horas, entre otras medidas, que le permiten a los adultos mayores y ancianos quedarse en sus casas el mayor tiempo posible.

Según cifras del Centro Nacional de Estadística (CBS), en los primeros seis meses de 2019 más de un millón de personas se benefició de la WMO, entre ellas Baukje. Aunque los mayores de 65 años no son los únicos que pueden acogerse a esta ley: en realidad cualquier ciudadano con discapacidad, problemas psicológicos o psicosociales crónicos puede hacerlo. La responsabilidad de ejecutarla y de delimitar las partidas presupuestarias es de los municipios, y la mayoría de sus usuarios, según cifras de la Autoridad Holandesa de Atención Médica, son personas de bajos ingresos, como Baukje.

La asistencia intensiva de la Ley de atención a largo plazo 

Sin embargo, hay otro grupo de adultos mayores, el 6 por ciento del total de ancianos que habitan en los Países Bajos, al que le es imposible vivir en casa. Para ese pequeño porcentaje aplica la Ley de atención a largo plazo (WLZ), la cual cubre las necesidades de atención intensiva de la tercera edad, pero que al igual que La ley de apoyo social, no es exclusiva de esta. Enfermos crónicos, personas con grandes discapacidades o condiciones mentales y físicas graves también pueden beneficiarse. En 2017 a la nación le costó algo más de 18.000 millones su aplicación. El 80 por ciento de este gasto fue para el cuidado del 20 por ciento de los ancianos neerlandeses, según cálculos de la Autoridad Holandesa de Atención Médica, que resumió este hallazgo poco sorpresivo en un informe donde aseguró que: “una gran parte de las personas mayores usa pocos cuidados y una pequeña parte usa muchísimos”.

Quien determina la cantidad de ayuda que recibe cada beneficiario es el Centro evaluador de la Atención (CIZ). Lo hace a través de un puntaje llamado Zorgzwartepaket. Cuando la ayuda es simple, es decir, el puntaje es bajo, el adulto mayor puede ingresar en un centro de atención residencial (verzorgingshuis). “Hace diez años la llamábamos casa de retiro (bejaardenhuis), pero el lugar y mis funciones son las mismas: estar pendiente de lo que hacen, vestirlos, hablar con sus doctores y fisioterapeutas y ayudarles a seguir sus instrucciones de vida”, dice Antje*, la nuera de Baukje, quien trabaja desde hace 21 años en un centro de atención con 70 personas, al norte de los Países Bajos.

Allí todas las habitaciones son independientes, la norma primaria es que a ninguna puerta se le echa la llave. Antje está a cargo de 24 pacientes, pero a veces se le dificulta: “quisiera darle mi atención a todos por igual pero es imposible, hay unos que me necesitan más que otros. Amo entrar en las mañanas a sus habitaciones para despertarles, verles el brillo en sus ojos. Te reconocen y te saludan. Terminas conociendo todo de ellos, se vuelve tu gente”. La diferencia entre pacientes es basta, algunos reciben visitas diarias. Es normal ver hijos, nietos y bisnietos desfilar por el centro de atención. “Aunque hay otros que nunca han sido visitados, no sabemos por qué, cuando llegan al centro solo conocemos una parte de su historia, y así es mejor”. La mayoría de quienes viven allí son mujeres, tienen entre 80 y 85 años, “y a quienes tienen 70, que son pocas, las llamamos ‘las chicas’  —dice Antje, mientras suelta una carcajada metalizada por la bocina del teléfono—. La más vieja tiene 100 años, está ciega y tremendamente sorda, pero utilizo el lenguaje corporal para comunicarme con ella, le tomo la mano, le aprieto la mejilla y realmente puedo ver que detrás de ese cuerpo ajado hay alguien”.

Vista exterior de la residencia para mayores Lorentzhof, en Leiden. Foto: Alicia Fernández Solla

Pero las interacciones humanas en los tiempos de la COVID-19 son cada vez más escasas, y con lo vulnerable que es la población mayor de 70 años al virus, esta residencias de mayores han cerrado sus filas en torno a sus viejos: “Desde hace cuatro semanas solo el personal tiene permitido entrar al hogar. Algunos familiares nos visitan desde el jardín, a través de las ventanas”, comenta, y dice que otras veces utilizan tabletas electrónicas para ayudarles a hacer Skype con sus familiares. “Pero algunos no entienden el concepto, ¿sabes?”, me dice. “¿Mis hijos en una pantalla? ¡No puede ser!”. Para ellos un computador es desconocido, la internet es desconocida, y el ver a sus seres queridos en una cajita aplanada puede ser desconcertante y, algunas veces, miedoso.

La realidad de los centros de atención residencial: la demanda supera a la oferta

Cuando el CIZ le da un puntaje alto al anciano y considera que este requiere de ayuda donde la intervención médica sea mayor, se le ofrece un traslado a un hogar para personas mayores (verpleeghuis). “Aunque para quienes trabajamos en el mundo del cuidado, desde hace años todas estas casas y centros de salud los llamamos woonzorgcentrum. Baukje debería estar en uno de ellos, con las limitaciones que tiene a sus 93 años encaja, pero no quiere. Así es Baukje”. Lo dice Boudien Boersma-Hoekstra, otra de las nueras de Baukje, quien, desde hace 35 años, trabaja en un hogar con personas que sufren demencia. En cada turno cuida a ocho pacientes y en las noches quedan a su cargo 32.

Boudien concuerda con su nuera Antje que lo más difícil de su trabajo es no poder atender al paciente como se merece. “Continuamente me piden hacer turnos extras y muchas veces tenemos pocas manos para la cantidad de tareas asignadas. Es un problema grave, aunque ha mejorado un poco desde que empezamos a contar con asistentes que nos ayudan, aunque no estén graduadas”. Más de tres millones de adultos mayores viven en los Países Bajos, en 2040 serán más de cuatro millones, según cálculos de la Autoridad Holandesa de Atención Médica, lo que supondrá un cuarto de la población: “el mercado laboral del cuidado seguirá siendo el mismo durante los próximos 15 años (…) hay escasez de personal, por lo que no podemos sentarnos a esperar a que el problema se resuelva solo”, afirmó Jeroen van den Oever, presidente de la junta directiva de Fundis, una red de empresas de la salud, durante una charla publicada a principios de este año por RTLNieuws. Los editores de investigación del mismo medio calcularon que dentro de diez años las personas mayores de 80 años acarrearán el 20 por ciento del gasto de la atención médica del país. “Eso es mucho, los ancianos representan tan solo el 6 por ciento de la población”, opinaron.

Dentro de diez años las personas mayores de 80 años acarrearán el 20 por ciento del gasto de la atención médica del país.

 

El pacto por la vejez: más tiempo en casa con ayuda humana y tecnológica

Para hacerle frente a este desafío el Gobierno publicó en marzo de 2018 el llamado Pacto por el Cuidado de la Vejez, inspirado en un manifiesto por el envejecimiento digno que impulsó el partido político Christen Unie, de ideología ortodoxa protestante. Junto con algunas empresas del sector privado, enfocó sus esfuerzos en dos frentes: nosotros —la ayuda humana— y la tecnología. A esa ayuda humana y desinteresada que se le presta a un familiar, amigo o vecino se le llama Mantelzorg, en español se traduce como ‘cuidado informal’. La palabra es un neologismo que nace de la unión de dos vocablos: mantel, que en español sería capa; y zorg, cuidado. El término lo utilizó por primera vez el químico Johannes Hattinga en 1972, y lo explicó con una metáfora preciosa: “es un manto que calienta, protege y asegura”. En los Países Bajos hay más de cuatro millones de seres que ejercen como mantos protectores, según datos de MantelzorgNL, la asociación nacional de cuidadores informales, y el 9 por ciento de ellos se siente muy agobiado. Y no solo se sienten sobrepasados, sino que también decrecen y envejecen: “Ahora hay 13 personas entre 45 y 64 años por cada persona mayor de 85 años, para 2040 apenas habrá 5. Esas 13 personas, quienes son los que proporcionan la mayor cantidad de ayuda informal, envejecerán”, enuncia el pacto. En otras palabras: hoy la relación es 13 a 1, en el futuro será de 5 a 13: cinco personas entre 45 y 64 años para proteger a 13 personas mayores de 85 años. Y aún con las 13 personas que hoy son mantos, que suman 26 manos, a los Países Bajos no le alcanza.

En cuanto a la tecnología, el proyecto piloto La casa más inteligente, desarrollado en Eindhoven y Alkmaar, es el buque insignia de la apuesta del Gobierno: cortinas que suben y bajan con un clic; cuadros y pinturas colgadas en las paredes sin necesidad de martillos ni puntillas; fogones que se desactivan de manera automática si no detectan ollas o sartenes en sus superficies y sistemas virtuales que le permiten a terceros notar cambios en la rutina del habitante de la casa; son algunas de las posibilidades que ofrecen este tipo de hogares. Sin embargo, hay algo que la tecnología jamás calmará en los ancianos: su necesidad de compañía, y aunque el pacto destaca que el 86 por ciento de las personas mayores de 75 años son felices, también reconoce como la mayor enemiga de la vejez a la soledad.

Los vacíos tecnológicos se enfrentan a la cultura neerlandesa

Después de su primera caída a Baukje se le entregó un botón del pánico en forma de reloj de pulsera. Le dijeron que, ante una emergencia, oprimiera el botón rojo para pedir ayuda. Un par de meses después, la mujer que le lleva su comida la encontró tirada en el suelo, junto a su cama, desorientada y con hipotermia. Había sufrido un preinfarto y al parecer había estado así durante horas. El botón del pánico nunca fue activado. “Tendremos que tomar decisiones dolorosas en la forma en como nos tratamos en los Países Bajos. Aún estamos acostumbrados a que el Gobierno se encargue de esta situación. Tendremos que hablar sobre hasta dónde llega el estado de bienestar y hasta dónde la ayuda del vecindario, la familia y los amigos”, aseguró Van de Oever en la misma charla con RTLNieuws.

Sin embargo, arrebatarle algo de independencia a los ciudadanos neerlandeses no será fácil: “espero que jamás me toque vivir en la misma casa con mis hijas, sabré demasiado sobre sus vidas, y ojalá muera súbitamente antes de tener que ir a una residencia”, dice Antje, que ahora tiene 59 años. Cuando podíamos visitarla, recuerdo tomarle la mano a Baukje y preguntarle si no se sentía muy sola en su casita, los ojos se le llenaron de lágrimas, en frisón me dijo que cada quien tenía su vida, y la de ella estaba ahí. La honestidad no escasea en esta sociedad, que incluso ha dado titulares internacionales porque las tres cuartas partes de sus contagiados no pasan por cuidados intensivos, sino que se quedan en casa o en los hogares de ancianos. Frente a ello Boudien es rotunda: “antes de que el coronavirus llegara estos pacientes han tenido charlas donde se les pregunta si quieren pasar por el estrés y la soledad de una sala intensiva, y la mayoría no lo quiere. Se quedan con nosotros porque aquí tenemos las medicinas y el conocimiento para aliviar el dolor. Se trata de tener calidad de vida, somos personas”.

Pero la expansión de la enfermedad ha sido inclemente con la población adulta, especialmente con quienes viven en estas residencias: 900 de las 2.500 que hay en todo el país están infectadas, según cifras publicadas por el RIVM. En un estudio realizado a principios de esta semana por Verenso, una asociación de especialistas en geriatría, se encontró que en tan solo la mitad de las residencias neerlandesas habían muerto al menos 281 mayores. Para ayer, miércoles, la cifra escaló a 389, y el tiempo sigue corriendo. También hay denuncias sobre la escasez de equipos protectores a la que se podrían enfrentar las residencias. “Vamos muy lento, no estamos alcanzando la producción suficiente y no deberíamos hacernos los ciegos”, declaró Coony Helder, miembro de la junta directiva de Actiz, otra organización médica enfocada en la tercera edad, a De Volkskrant. Mientras tanto, se conoció que en una residencia medicalizada de Róterdam la mitad de los mayores con demencia murió, al parecer, de neumonía por coronavirus. Según denuncias anónimas de familiares y personal involucrado, la residencia no estaba preparada para responder a la emergencia.

Baukje con uno de sus bisnietos. Foto: Anouk Hoving-Seidel

Los más vulnerables se encuentran en regiones fronterizas y pueblos desocupados

“Aunque muchos ancianos se sienten bien, no todos son felices al envejecer”, sostiene el Pacto por la Vejez, que también considera a los adultos mayores de regiones fronterizas, además de lugares poco poblados, como los más vulnerables y lo urgente por atender. Allí el personal escasea aún más, simplemente no hay centros de atención ni hogares cercanos, y en la mayoría de los casos los familiares migran a ciudades más pobladas para estudiar y encontrar oportunidades de empleo. Para esos más de 700.000 ancianos que se sienten solos, y que según cifras oficiales si no se hace nada serán más de un millón  para 2030, el ministerio de Salud, Bienestar y Deporte lanzó el proyecto Uno contra la soledad. En su página web  no solo se conecta a cualquier persona que esté dispuesta a ayudar en su vecindario, no importa la ciudad en la que se esté, sino que en los días de la pandemia ha abierto un espacio comunicativo donde los mayores pueden compartir sus historias de cuarentena para sentirse más acompañados.

“Antes de que el coronavirus llegara estos pacientes han tenido charlas donde se les pregunta si quieren pasar por el estrés y la soledad de una sala intensiva, y la mayoría no lo quiere. Se quedan con nosotros porque aquí tenemos las medicinas y el conocimiento para aliviar el dolor. Se trata de tener calidad de vida, somos personas”.

La pandemia nos ha obligado a parar, observar, reflexionar y extrañar lo que antes era común: “nos han dado un enorme televisor interactivo con la mejor tecnología para utilizar Skype y jugar —dice Boudien por la bocina de mi teléfono— pero lo que ha llamado mi atención ha sido la cantidad de desconocidos que ahora saludan a los viejitos por las ventanas. Recibimos cartas, flores y pequeños detalles hechos por niños. Ha sido sobrecogedor”. Luego Richtje, mi suegra, quien recuerda que el amor de sus padres se tejió los domingos en la tarde, me escribe un mensaje de texto: “fue imposible comunicarme con ella (Baukje) hoy, tomó el auricular del teléfono por el lado equivocado. Pero Margje (su otra hermana y quien vive en el mismo pueblo de su madre) fue a hablar con ella. Le dijo que ora todas las noches para que el virus se vaya pronto, que todo es más silencioso y casi nadie la visita, pero no tiene miedo. También le ha dicho que lo más bello de todo es ver crecer a la familia, disfrutar de los nietos y bisnietos y ver la naturaleza reverdecer en primavera”.

* El nombre de Antje es ficticio, la entrevistada ha preferido no dar su identidad.