Primera Parte
Décadas cruzando el Atlántico
Investigar los antepasados de uno es un acto de autoconocimiento. Hay que tener coraje para mirarse al espejo. Creo que por eso siempre me interesaron las historias que se parecen a la mía. Será una manera oblicua de mirarse a uno mismo. Una mirada más profunda porque, sin darnos cuenta, nos vemos reflejados antes de que el inconsciente oponga resistencia.
Todo empezó con María Zandstra, cuando Gaceta Holandesa le hizo una entrevista en 2017 junto a Tony Attema, y Alejandra, la directora de la revista, cuando supo que yo iba a viajar a Argentina en abril, me pidió que la ampliara.
Pero esta no es sólo la historia de María Zandstra y de su familia, sino también la de un puñado de familias holandesas que emigraron a fines del siglo XIX a la Argentina, atraídas por una campaña efectuada en Europa para conseguir trabajadores para los campos recién colonizados en la provincia de Buenos Aires, con la promesa de tierras y progreso, en un momento en que Holanda sufría escasez de trabajo y mucha pobreza. Esas familias crearon una colectividad holandesa en la ciudad de Tres Arroyos, una comunidad que mantuvo el idioma, sus tradiciones y su religión a través de generaciones, pero que, a lo largo de los años, no dejaron de cruzar el mar en idas y venidas que terminarían creando en Aalten, un pueblo al este en los Países Bajos cerca de la frontera con Alemania, una especie de subcomunidad derivada de aquella primera. Porque ahora los descendientes de esos primeros inmigrantes holandeses estaban “volviendo” a la tierra de sus antepasados. Aunque también, a veces, después de intentos fallidos y nostalgias, volvían otra vez a Tres Arroyos en un flujo de idas y venidas que, quién sabe, ¿terminará alguna vez?
La historia de los Zandstra
Según especulábamos en Aalten con la familia Zandstra, “tal vez la próxima generación” deje de ir y venir. Así lo decía Marcelo Zandstra, hijo de María y Walter, quien nació en Tres Arroyos (Argentina), a los 3 años llegó a Aalten (Países Bajos), dos años después volvió a Tres Arroyos y tiempo más tarde de nuevo a Aalten, ya para quedarse. Y es que esa primera emigración familiar no funcionó. Esa primera vez se tuvieron que volver porque la nostalgia y la pena de María eran paralizantes. Ella, rubia de ojos azules con apellido y abuelos holandeses; que había aprendido algo de neerlandés en Argentina porque fue dos años al Colegio Holandés; que había sido educada en la fe de la iglesia reformada holandesa; ella, que uno diría, una holando-argentina pura y dura, no soportó Holanda, la verdadera, la de “carne y hueso”. Esa Holanda real no era igual a la que habían idealizado sus abuelos. La Holanda de verdad le dolió, y volvieron a Tres Arroyos, aliviados de estar otra vez en casa. “Bajo este sol quería estar yo”, dijo cuando regresó a Buenos Aires en 1997.
Pero la realidad argentina tampoco era como la pinturita perfecta que la nostalgia había plantado en sus memorias. En el país se sucedían crisis económicas tras crisis económicas; y un corralito que se llevó los ahorros de muchos; y un gobierno que caía y un presidente que huía de la casa presidencial en helicóptero. Entonces, ante esa realidad, en 2001 decidieron irse otra vez y volver a Aalten, que los llamaba de nuevo con promesas de trabajo, estabilidad y seguridad. Sí, ya en ese entonces, tal vez ya, en la mente de Marcelo se estaba formando esa imagen: Argentina= libertad, Holanda=seguridad. Tal vez ya, a pesar de que era sólo un chico, esa dicotomía ya se había gestado.
Todos coincidimos en una cosa: uno nunca deja de ser “de allá”, no importa cuantos años uno lleve viviendo acá. La dicotomía existe y existirá hasta el final. Uno es de acá y de allá, o ni de acá ni de allá, o como dicen los más jóvenes, yo me siento ciudadano del mundo, soy una persona, punto.
Pero vamos por partes: acá es Holanda, los Países Bajos, Aalten, donde viven ellos y otros cincuenta tresarroyenses, más o menos, que decidieron hacer el salto y venir a estas tierras europeas. Allá es Argentina, Tres Arroyos, una ciudad agrícola de 62.000 habitantes en el sur de la provincia de Buenos Aires, donde muchos de ellos nacieron y crecieron, aunque algunos de los que vinieron para acá habían nacido acá, se fueron de chicos con sus padres a hacer la América, para después, ya más grandes y con decisión propia, hacer el cruce otra vez a la tierra de los antepasados.
En Tres Arroyos con Ida
Yo no tenía planeado ir a Tres Arroyos cuando fui a Argentina en abril, pero después de hablar con Ida, no pude no ir. Es que no se le puede decir que no a la señora Ida van Mastrigt, que fue cónsul de Holanda en Tres Arroyos por 43 años. No se puede. “Pero cómo vas a hacer las entrevistas por WhatsApp” insistió Ida, “tenés que venir, hay muchas cosas para ver acá, pero no, como vas a venir un día nada más, tenés que venir dos…” Así que me tomé el micro nocturno desde Retiro, en Buenos Aires, y me hice el viaje de siete horas, 500 kilómetros de ruta hacia el sur atravesando la pampa amplia y vacía, hacia esa ciudad de campos sin fin cerca del mar.
Cuando llamé a Ida – María Zandstra me había dado su contacto – yo no tenía idea de que estaba hablando con una celebridad. Porque Ida tiene un libro, no un libro que escribió ella, sino uno que han escrito sobre ella. Se trata de Argentijnse Avonden, o, como ha sido traducido, La cónsul holandesa, escrito por Carolijn Visser.
Llegué a Tres Arroyos a las siete de la mañana e Ida me estaba esperando en la estación. Se había levantado a las 5:30 para irme a buscar. “Tenemos un día lleno,” me dice. Me había preparado toda una gira.
Ver a Ida me hizo recordar a una prima de mi papá, Mariela, de descendencia vasca, mujer de campo y de acero puro que se iba sola con su Jeep y su rifle Remington a patrullar por los confines de la estancia que tenía al borde del río Salado. Ida ya no es mujer de campo como fue cuando se casó, porque ahora y ya desde hace tiempo, vive en el centro de Tres Arroyos, pero de acero sigue siendo, porque con sus zapatitos de taco bajo, pantalones tubo, un tapado violeta muy lindo, y el cabello bien arreglado de un color blanco amarillento, no aflojó ni un momento desde primera hora de la mañana de ese jueves hasta casi la medianoche del viernes cuando me fui.
Para ese entonces yo ya conocía la historia de Ida. Ella me dijo que el libro La cónsul holandesa estaba en la embajada de los Países Bajos, que lo fuera a buscar, que todavía les quedaban algunos ejemplares. No es sólo sobre ella, sino también sobre su padre, Rinus van Mastrigt, quien, a los 24 años, al no poder encontrar trabajo en la Róterdam de los años 30, se fue a Indonesia, en ese entonces colonia holandesa. Como no tenía plata para el pasaje, se fue en bici, sí, 16.835 kilómetros pedaleando. Ella nació en Indonesia y, junto con su hermana Miep, fueron evacuadas al final de la guerra cuando su padre volvió del campo de concentración japonés donde estuvo internado. Ella tenía 6 años y tuvieron que viajar solas en el barco de vuelta a Róterdam, sin nadie que las cuidara, “nos robaban la comida y los zapatos”, contaba. De ahí debe venirle la garra a esta mujer que, con sus 83 años, no para.
Ida nació en Indonesia, país al que emigró su padre por primera vez tras hacer el viaje en bici, pedaleando 16.835 kilómetros
La historia de los Van Mastrigt es apasionante: después de ese primer y largo viaje, Ida y su hermana vivieron durante cuatro años con sus abuelos en Róterdam. Tenía tan solo diez años cuando Ida y su hermana viajaron solas otra vez, esta vez en avión, hacia Buenos Aires, donde el padre las recibió y envió inmediatamente al internado del Colegio Holandés, el colegio creado por la colectividad holandesa en Tres Arroyos. Ida encontró ahí a su verdadera familia, la que fue esa colectividad para ella, donde luego se casaría y tendría cuatro hijos con otro descendiente holandés, Huib Groenenberg. Y así, su futuro estaría marcado por esa colectividad de la que está tan orgullosa. Porque sí, el orgullo es palpable en cada cosa que me muestra: ellos, esos holandeses que vinieron sin nada allá por 1889, crearon la iglesia reformada de Tres Arroyos, la cooperativa agrícola Alfa, el Colegio Holandés, el cementerio danés/holandés, el hogar de ancianos… Pero no sólo instituciones dejaron los inmigrantes en Tres Arroyos. También apellidos, muchos apellidos holandeses, y como dice ella, muchos rubios de ojos azules.
Ora et Labora
No fue fácil para los primeros colonos. Llegaron, junto con otros inmigrantes procedentes de otros países europeos, a una pampa abierta, pelada, vaciada de indios y que ahora se tenía que repoblar. Porque en la década de 1880 la expedición llamada “La conquista del desierto”, organizada por el General Roca, exterminó a los indios que quedaban. Ahora necesitaban mano de obra, que fueron a buscar a Europa. Y ellos vinieron así, a la nada: mataban a un ternero para comer durante días, carne con galleta de campo que al poco estaba más dura que una piedra, como relata Diego Zijlstra, uno de los 17 hijos que tuvo la familia Zijlstra, acerca de los primeros colonos, protagonistas del libro Cual ovejas sin pastor. Muchos murieron o se volvieron, pero los que se quedaron, de a poco se fueron uniendo e hicieron venir a un pastor de la iglesia reformada holandesa para oficiar cultos, porque sin su fe, sin su Dios, perdían su identidad. Y así nació la colectividad holandesa más grande de Argentina.
Esa primera mañana, después de desayunar café con medialunas en su casa, Ida me paseó por la cooperativa Alfa, que cumplió 85 años y sobrevivió incontables crisis económicas -“de las veinte cooperativas que había en Tres Arroyos, solo quedan tres, una de ellas Alfa”, me cuenta-; por la iglesia reformada que está junto a la cooperativa -hasta tocó el órgano para mí, parece que no hay nada que esta señora no sepa hacer- , y por el colegio holandés, con su jardín de infantes, primaria y secundaria, que ocupa toda la cuadra. “Desde 1985 no recibimos el subsidio del gobierno holandés, por eso ya no damos clases de neerlandés”, afirma Antonio Kolen, presidente de la comisión directiva, mientras recuerda cómo el embajador les dijo que todos en Holanda hablaban ya inglés así que “den clases de inglés mejor, es más universal”.
En 1951 fue el príncipe Bernard a visitar Tres Arroyos y el colegio, donde me muestran la foto con una Ida de 10 años junto a él, “recién hacía seis meses que había llegado yo”, me cuenta, y en el 2006 fue la reina Beatriz, “porque yo la traje,” dice orgullosa, “bajé cinco kilos” en el remolino de preparativos y protocolos.
Pero yo no soy reina, ni princesa ni nada, y, aun así, me recibieron con toda la pompa. Al mediodía entre visita y visita fuimos a almorzar a un café local donde Ida y Daniel, su marido, conocían a casi todos los mozos y comensales, y cada dos por tres había alguno que se paraba a saludar. Y a la tarde fuimos al campo de los Verkuyl, descendientes de uno de los fundadores de la cooperativa Alfa, que vinieron con la segunda camada en 1928, sin nada o casi nada, pero que, al cabo de dos generaciones, adquirieron campos, vacas, maquinarias, a fuerza de mucho trabajo, siguiendo la tradición de la iglesia, “Ora et labora”.
Charlamos con Martín Verkuyl y su esposa Blomy, apodo que le puso su padre, Juan Ouwerkerk, otro fundador de la cooperativa, porque decía que ella era tan hermosa como una flor (bloem, en neerlandés), sentados en el patio de la casa, un chalet de una planta con un jardín lleno de arreglos florales. Un poco esa perfección holandesa, todo picí-cucú como digo yo, con el césped cortado prolijísimo y los “bichofeos”, pájaros argentinos, ladrando en la tarde, con vistas a un campo hermoso donde los girasoles ya habían pasado su tiempo y ahora solo quedaban los restos secos del mar amarillo que fue.
“Yo soy socia desde que se fundó, hace veinte años, así ya me reservo un lugar,” dice Ida acerca del Hogar de ancianos El Atardecer, en Tres Arroyos. Es un proyecto conjunto con los daneses, que también son una colectividad importante, pero además recibieron aportes desde Aalten. Cuando estuve ahí me mostraron fotos de las cosas que recolectaban, muebles, ropa, vajilla, de todo, y que mandaban a Argentina en contenedores para vender y recaudar fondos. En cierta forma, lo construyeron entre todos.
Cuando lo fuimos a visitar con Ida nos encontramos con muchos holandeses y descendientes de holandeses que todavía decían “dank u wel”. Uno de ellos, el señor Zijlstra, Roberto, alias Tito, nos dijo: “Mi abuelo era Diego Zijlstra, el prócer, que escribió ese libro “Cual oveja sin pastor”. Lo leí, opiné a favor y opiné en contra también. ¿Lo puedo decir?”, le pregunta a Ida. “Dijo que la iglesia católica y la religión bautista eran partidarias del diablo”.
“A la miércoles”, dice Ida.
De ahí nos fuimos a las oficinas del diario local “La voz del pueblo”, que no es de la colectividad, pero donde Alejandro Vis, descendiente de holandeses, es el redactor en jefe. Y en frente de la sede del diario está la réplica del molino holandés erigido por la Comisión Orange en la terminal de micros. Un molino exactamente como los de acá, con el agregado de dos zuecos amarillos gigantes al frente, uno a la izquierda convertido en macetero, el otro a la derecha, donde Ida y yo nos sacamos fotos sentadas adentro antes de ir al campo de los Prinzen.
En el campo de los Prinzen
Ellos fueron unos de los últimos en emigrar, en el año 1955. El colegio holandés estaba buscando a una familia para que cuidase del colegio y del internado, preferentemente, a una familia con hijas e hijos adolescentes. Y por eso se acercaron a los Prinzen, que en ese entonces vivían en Ijzerlo, en Aalten, y tenían siete hijos e hijas. Ellos lo consultaron con la almohada y con Dios, y una de esas noches, escucharon la respuesta, literalmente. “¿Vos escuchaste eso?”, le pregunta la mamá al papá ya en la cama, en la oscuridad. “Sí, lo escuché. Dice que tenemos que ir”. Y así fueron. Con una misión, la de ayudar a esa comunidad cristiana reformada a prosperar en las pampas argentinas.
“Esta calle se llama Constitución”, dijo Daniel. Él iba conduciendo el coche de Ida porque, dice ella, “ya no me deja manejar, así que él es el chofer. Tiene miedo de que choque”. Íbamos hacia el campo de Henny y Albert Prinzen, que no está tan lejos como el campo al que habíamos ido el día anterior, el campo de Verkuyl, que está de camino a Claromecó, a unos 40 kilómetros de la ciudad de Tres Arroyos. El de Henny y Albert está en las afueras de la ciudad, cerca de una rotonda con un gaucho de hierro y su carreta. Es una casa sencilla con su pequeño jardín al frente. La cocina me hizo acordar a las de mis parientes italianos, cuando iba a visitarlos, porque también nos sentábamos alrededor de una mesa redonda con esos mantelitos bordados, posavasos, gaseosas y pastafloras. Su apertura, su amabilidad, su honestidad me causaron gran impresión. En realidad, la de todos, una amabilidad que hacía mucho tiempo que no sentía.
Henny vino a la cocina arrastrando la silla con ruedas de la computadora, ayudada por Albert, su hermano menor. Estaban tomando mate. Nos dimos el beso argentino obligatorio. Henny tenía trece años -“la peor edad”, dice- cuando llegó a Tres Arroyos con su familia en el 55, y Albert sólo unos meses. Me van contando todo esto mientras me muestran el libro que hicieron ellos mismos para celebrar los 50 años de su emigración a Argentina. Eran nueve hermanos, siete nacidos en Holanda y dos en Tres Arroyos. Albert nació en Holanda, cumplió un año en Argentina, y dos hermanos, Luis y Eduardo, nacieron en Argentina, pero ahora están viviendo en Holanda. Otro hermano mayor, Enrique, y una hermana, Gerry, a la que conocí en la casa de los Zandstra, también viven cerca de Aalten. Son cuatro hermanos en Holanda y cinco en Argentina, pero fallecieron dos.
“Papá Prinzen nunca aprendió el castellano”, cuenta Albert. “Cuando tenía que comprar algo para el mantenimiento del colegio, una canilla, un tornillo o una cerradura”, prosigue Henny, “iba a un almacén grande, el ABC, donde lo conocían y le dejaban pasar y que buscara lo que quisiera sin mediar palabra”. Henny habla un argentino con acento, “en casa siempre hablábamos neerlandés. A la hora de comer, en la mesa, era eso o nada”. Ella cuenta además que su suegra “estaba en contra de que les enseñaran castellano a los chicos. Cuando tenían que ir a la escuela a la mañana para las clases en español, ella decía, ‘ah, ponete esa ropa nomás, total es para castellano’. Los Zandstra tampoco hablaron mucho castellano”.
Albert está por viajar en unos meses a Aalten. “Me dijeron que van a hacer un asadito cuando yo esté ahí. Esta es la primera vez que voy. Siempre estuve muy ligado al tambo y a la fábrica de queso”, dice Albert, “por eso no pude ir antes”. Ahora ha dejado ambas cosas “y vendí también las vacas” comenta.
“¿Qué esperás de Holanda?” le pregunté.
“Me imagino muchas cosas, pero nunca les tuve envidia”, me contesta Albert sabiamente. Y ante la pregunta de Daniel de por qué todos se van a Aalten, Henny contesta, “porque ahí hay una colonia de argentinos. Gerry, mi hermana, fue primero, en 1973, después Luis, mi hermano, Tonny Attema y los Zandstra también. Después fueron otros tanto más, cincuenta y pico, todos de Tres Arroyos”. Cuando en Aalten les pregunté a los Zandstra sobre esto, me dijeron que ya no se veían tan seguido con el grupo de argentinos de Tres Arroyos. Que antes hacían un picnic todos los años, hasta matrimonios salieron de esos encuentros, pero que ya no.