Recuerdo cada casa en la que viví en Londres. Recuerdo claramente mis habitaciones en cada una de esas casas y su disposición. Recuerdo que poco a poco la fui llenando de cosas pequeñas que hacían que la habitación fuera mía. Estos objetos que hacen propia una estancia, para mí, son los libros, las piedras y una foto. Recuerdo que en una visita a la Tate Modern, la primera que hice, creyéndome súper moderna me compré un póster de Yayoi Kusama que colgué en la pared, frente a mi cama. Una noche me desperté y vi los lunares rojos en un fondo blanco a la luz de la luna llena en el barrio de Stratford y me dio tanto miedo, me sentí tan sola, que al día siguiente lo quité.
Mi segunda habitación era tan pequeña como un armario. Pero la razón por la cual quise quedarme a vivir en esa casa, aparte de porque estaba en un barrio cercano a Shoreditch, era que el resto de la casa parecía un decorado de una película de Almodóvar. Una gran virgen de colores y con purpurina presidía las angostas y empinadas escaleras que llevaban a la cocina y al baño. El salón era terreno prohibido, exclusivo de la dueña, una señora de más de sesenta años que fumaba un paquete de tabaco detrás de otro -pero sólo en el salón, mientras veía la televisión-. Las paredes de su territorio privado estaban forradas de un print de terciopelo de leopardo. Los sofás en los que sólo ella podía sentarse eran de color rosa y de piel de peluche. La taza del cuarto de baño estaba hecha con purpurina dorada de plástico. No me pude resistir, con veintidós años, a vivir en un escenario de una película de Almodóvar que me hacía estar un poco más cerca de mi país.
Y es que, como personas migrantes, la casa y su decoración, el hogar y su disposición, contribuyen en gran parte a nuestro bienestar en el país al que nos mudamos. A veces sabemos durante cuánto tiempo, otras veces ese tiempo es indefinido. Lo que está claro es que habitar el espacio es un proceso de identidad importante. No en vano, los (buenos) diseñadores y decoradores de interiores e incluso los planificadores de jardines tienen antes de comenzar a trabajar varias citas con los dueños de la casa para conocer qué tipo de personas son, de dónde vienen, cuáles son sus hábitos, sus rutinas, más allá de sus gustos a priori. De hecho, la impersonalidad y la regularidad es la razón por la cual, en una habitación perteneciente a una cadena hotelera, no puede una sentirse en casa. Te sientes de paso, un visitante, una aparición. ¿Es así como queremos vivir en un espacio en el que dormimos, comemos, nos relacionamos, jugamos, nos enfadamos y celebramos?
En Países Bajos he conocido a varias personas que temían decorar a su gusto las casas donde vivían porque la incertidumbre sobre cuánto tiempo iban a estar viviendo ahí les impedía crear un hogar acogedor. ¨Pero si no sé cuánto tiempo voy a estar aquí, para qué voy a perder tiempo y dinero intentado hacerlo mío¨, me decían. Como resultado, esas personas eran incapaces de vivir ni aquí ni en su país de origen. Colgaban en un limbo de dudas y añoranza que no les permitía sentir ni habitar el espacio fuera ni dentro.
Hay varios estudios que han demostrado la importancia que tiene para las personas migrantes hacer del espacio en el que viven un espacio que se habita. Esto es, un espacio que cuando cerramos la puerta de la calle nos acoge, nos cuida, nos alimenta, nos protege y en nuestro caso nos transporta a una parte de nuestro país de origen. Ya sean pósters, cuadros, objetos con una historia, libros o alimentos, tener elementos a nuestro alrededor que nos recuerdan de dónde venimos contribuye a que nos sintamos en nuestro hogar. Algunas personas temen que esto les haga rechazar o no sentirse del todo integrados en la cultura del país en el que viven. Pero de hecho, lo contrario es cierto. Se ha observado que hacer de tu casa un hogar que te envuelve en aromas, sabores y vistas de tu cultura y de tus gustos, ayuda a sentirse mejor viviendo lejos de tu país de origen. Lo importante es encontrar el equilibrio exacto, no es necesario convertir nuestro hogar en Casa Patas para sentirnos un poco más cerca de España.
Escribe el investigador y neurocientífico Colin Ellard en su libro ¨Psicogeografía. La influencia de los lugares en la mente y en el corazón¨ que los lugares nos generan sentimientos, dirigen nuestros movimientos, nos hacen cambiar de opinión, influyen en nuestras decisiones y a veces incluso nos provocan experiencias religiosas sublimes. Seguramente a muchos de nosotros nos habrá pasado que entramos en un espacio y no nos sentimos bien. De hecho, nos sentimos de forma muy distinta cuando entramos en un banco, en una comisaría de policía, en un hospital, o en un ayuntamiento. También nos sentimos de forma distinta cuando entramos en un Primark -yo he entrado dos veces en mi vida- o en el taller de un artesano. De la misma forma, entramos a una casa que no es nuestra y a veces nos provoca un sentimiento agradable – la luz, el olor, los colores- y otras veces queremos salir de esa casa cuanto antes. Precisamente ahí está la verdad detrás de la importancia de hacer de nuestra casa un verdadero hogar que habitar, sobre todo en el caso de las personas migrantes. No hablo de gastarse dinero en gran cantidad de muebles, objetos que no tienen sentido para nosotros o diseñadores de interiores. Hablo de reflexionar acerca de cuáles son esos objetos, colores, olores o cualquier otra cosa que habla de nosotros y nos habla a nosotros. Qué es aquéllo que nos hace sentir bien cuando estamos cerca de ellos y nos transporta. A veces se trata sólo de poner una foto, quitar una cortina o traer ese cuenco que siempre estuvo en tu casa cuando eras pequeña. Un espacio habitado nos habilita para ser quienes somos. Nos recuerda que ser quienes somos es la única opción correcta.
Posiblemente ya tengamos suficiente con salir a pasear y no ver el sol, ver paisajes muy distintos, no ver plazas redondas ni monumentos. Ya tenemos bastantes claves arquitectónicas a nuestro alrededor que nos hacen, a veces, sentir extraños. Lo que queremos al llegar a casa es estar en ese lugar en el que nos sintamos seguros, en el que nos reencontremos y en el que encontremos confort. Un lugar donde no somos extraños. Ese es el hogar, el único hogar.