Si no fuese por las ciudades las golondrinas no tendrían nada que hacer en los Países Bajos, pero desde que aparecieron las construcciones de ladrillos y tejas estas pequeñas aves encontraron en los edificios lugares similares a los huecos naturales de las montañas donde poder anidar y hoy ya forman parte de la fauna local. En un particular libro de 1770 sobre aves en Holanda (De Nederlandsche Vogelen) su autor, Cornelis Nozeman, nos cuenta cómo en Ámsterdam “ las golondrinas anidan por todas partes, en los huecos dejados por los andamios en las paredes y torres de las iglesias, debajo de las tejas de las viviendas…”. En el mismo libro se habla ya de la costumbre de fijar recipientes a las fachadas para que las aves pudiesen anidar, una práctica que ha perdurado a través de los años, incorporando a la construcción piezas especiales y destinadas a ese fin, como tejas o ladrillos ahuecados.
Durante toda la historia siempre hubo arquitectos preocupados por integrar la arquitectura con la naturaleza. En el siglo XX el urbanismo moderno otorgó un lugar primordial a los espacios verdes en los nuevos barrios como contraposición a las estrechas calles y a la gran densidad de la ciudad tradicional. ¡Luz, aire, espacio! Fue el grito de guerra de varias generaciones de arquitectos durante el siglo XX.
Pero pronto aprendimos que integrar la naturaleza a la ciudad no solo se trata de una cuestión espacial ni se soluciona con la incorporación masiva de grandes espacios verdes a los nuevos planes urbanos, o ampliando el ancho de las calles y la distancia entre los edificios. Estas decisiones, aunque acertadas en el análisis, terminaron siendo contraproducentes para la vida urbana. Surgió un tipo de ciudad muy verde y espaciosa pero también muy vacía y fuera de escala con el hombre común y la vida en la ciudad. Pronto fue evidente que los enormes espacios verdes creaban una homogeneidad y monotonía alienante, a la vez que aumentaban la inseguridad y dificultaban el desplazamiento a pie. Además, anulaban la función social de encuentro del espacio público tradicional, aumentando astronómicamente los gastos del Estado para su control y mantenimiento.
Campo y ciudad, todo en uno
Ha sido finalmente en las últimas décadas cuando se ha empezado a hablar con más cuidado sobre las maneras de integrar la naturaleza y las ciudades, entendiendo mejor su complejidad y el papel que la arquitectura juega en esta misión. La histórica división entre campo y ciudad se ha ido rompiendo viendo el todo en su conjunto. Gracias al trabajo multidiciplinar entre urbanistas, arquitectos y ecólogos, en las ciudades de los Países Bajos se han ido creando los marcos legales y las herramientas necesarias para lograr una mayor integración entre naturaleza, ciudad y campo, que han permitido repensar un verdadero ecosistema donde los límites entre lo público y lo privado empiezan a borrarse.
A la tradicional acción del Estado en la construcción de nuevos espacios públicos, que hoy se piensan también desde la función social que puedan tener en un barrio (generar trabajo, producir alimentos, control social, etc.) se suma también la participación privada. Nuevas técnicas constructivas y materiales permiten que los edificios colaboren en temas ambientales como puede ser la recogida de aguas de lluvia o en disminuir el calentamiento del ambiente en verano, como con la construcción de techos verdes, o incorporando superficies de absorción de agua de lluvia en terrenos industriales o aparcamientos. Así también se consigue que se abran senderos o bicisendas en campos privados generando recorridos o conexiones regionales que los habitantes de las ciudades pueden utilizar libremente para el esparcimiento o para sus traslados diarios.
Esto se promueve activamente desde los ayuntamientos, a través de, por ejemplo, subsidios para las personas que se animen a hacer “jardines de fachada”, que no es más que quitar una o dos baldosas de la acera junto a la casa para poner plantas; o “parques estampilla”, que significa aprovechar pequeños espacios residuales urbanos para la crear un nuevo espacio verde comunitario.
Holanda ha elegido desde hace ya algunos años la densificación de sus áreas urbanas, logrando que viva más gente en la misma superficie de terreno. Esto es muy positivo desde el punto de vista ambiental, entre otras cosas, por la mayor eficiencia en el uso de energías y por una menor necesidad de desplazamientos motorizados. Pero otro otro lado, una densidad de población mayor compromete la relación de la ciudad con la naturaleza ya que ésta tiene muy poco espacio para desarrollarse. Esto exige sin duda un gran esfuerzo de todas las partes para lograr el equilibrio necesario entre una ciudad saludable, sostenible y al mismo tiempo accesible para todos. Porque este desafío tiene una cara menos amable: la construcción sostenible, como muchas soluciones verdes, siguen siendo muy costosas para gran parte de la población (y para los ayuntamientos) en un momento en el que el acceso a la vivienda se está volviendo un problema para muchas personas, así como es una realidad que muchas familias jóvenes se están trasladando hacia la periferia o hacia otras ciudades por razones económicas. Hace no mucho un reconocido urbanista holandés, intentando incentivar que se agreguen espacios verdes a los proyectos decía que debían ver esto como una inversión porque “un ambiente urbano verde hace crecer el valor de sus propiedades”, a lo que un político de Ámsterdam respondía irónicamente, y no sin razón, que “entonces no vamos a seguir plantando árboles porque comprar una vivienda va a volverse imposible si seguimos aumentando los precios”. Pensar en verde no es una tarea tan sencilla como se nos quiere hacer creer y puede acabar siendo un cuchillo de doble filo.
Holanda supo afrontar muy bien durante décadas que las desigualdades sociales no afecten negativamente al ambiente urbano, creando ciudades igualitarias y viviendas accesibles para todos, con gran presencia del Estado en donde hiciera falta, lo que siempre le ha dado al país un reconocimiento internacional en el campo del urbanismo. Esperamos que los crecientes problemas de desigualdad social y la concentración de la riqueza en ciertas ciudades no sean un impedimento para que las soluciones ambientales puedan llegarnos a todos por igual.