La aparición por la pandemia de la llamada “nueva normalidad” y dentro de esta de la “distancia social” hace visible como pocas veces el espacio entre nuestros cuerpos y evidencia muchos comportamientos sociales habituales que hoy se ponen en jaque por las reglamentaciones sanitarias. No es la primera vez que quienes dirigen los hilos de la sociedad actuaron manipulando el espacio público o el privado para modificar nuestra forma de vivir y relacionarnos. Los arquitectos también tomamos decisiones que afectan directamente al movimiento de las personas en un espacio cuando diseñamos una casa o un barrio, y de esto también se hizo uso conscientemente y con unos fines determinados en diferentes momentos de la historia.
A principios del siglo XX se creó en Ámsterdam todo un barrio que serviría de prueba piloto para las millones de viviendas sociales que se construirían en Holanda posteriormente. Diseñado y dirigido por el arquitecto J.P Berlage, el distrito Oud Zuid, hoy un demandado barrio de estilo modernista de la capital, lleva también el nombre de Berlagebuurt, el Barrio de Berlage. Era la primera vez que se realizaban viviendas sociales a gran escala para familias obreras que hasta entonces vivían hacinadas en mínimas habitaciones o sótanos en el centro antiguo de la ciudad y un equipo de arquitectos jóvenes, muchos de ellos discípulos del mismo Berlage, se encargarían de su diseño.
Lo que nos interesa remarcar aquí es cómo los dirigentes de aquella sociedad, a través de sus arquitectos, consideraron que no era suficiente con proveer de vivienda a los obreros, sino que había que aprovechar para corregir algunas “malas costumbres” de las clases bajas, apelando al diseño de las nuevas casas. Por ejemplo, en la cocina se colocaron las ventanas altas y pequeñas para que la señora de la casa no la pudiera usar para conversar a gritos con las vecinas. También construyeron las camas con ladrillos para evitar que sus residentes pudieran modificar la distribución de la habitación, ya que la elegida por los arquitectos era la considerada como óptima. El museo Het Schip de Ámsterdam muestra los detalles de estas viviendas y ofrece información detallada sobre esta época.
Con el correr del tiempo y de la experiencia surgiría la “ingeniería social”, un concepto que se impondría en arquitectura en las décadas de la segunda posguerra, y que tendría su auge en Holanda durante los años setenta. El concepto se asemejaba al del barrio Oud Zuid y a la arquitectura de Berlage: modificar el comportamiento social a través del diseño de los espacios que habitamos. ¿No se acerca esto al nuevo distanciamiento social? Estas ideas eran entonces aplicadas no solo a la arquitectura sino a la sociedad en su conjunto, con el objeto de moldearla desde la intervención estatal adecuándola a una ideología o comportamiento determinado, por supuesto para bien de esa sociedad, al menos en la mente de sus creadores. Del objetivo educativo de los primeros ejemplos, los arquitectos pasarían a manipular, a través del diseño, el comportamiento de los habitantes para lograr, por ejemplo, una mayor cohesión social en los nuevos barrios y para combatir la anonimidad que generaba la gran ciudad y que llevaba a malas prácticas morales, como la prostitución, el alcoholismo o la violencia. La ingeniería social, se creía, podía resolver los grandes problemas sociales.
La frontera entre el espacio público y el privado
El arquitecto de esta época Jaap Bakema hablaba de la importancia del “umbral” en los comportamientos sociales. Esa frontera entre lo público y lo privado se convertiría entonces en un elemento importante en sus proyectos. En un bloque de viviendas en el barrio Geuzenveld de Ámsterdam, Jaap Bakema ubicó los cuartos trasteros de las viviendas al otro lado del barrio. Esto obligaba a los habitantes a recorrerlo y a encontrarse con sus vecinos. Otra decisión en el mismo sentido fue la de colocar el espacio de tender la ropa, común a todas las viviendas, en el descanso de las escaleras. De esta manera los vecinos se encontrarían y socializarían, lo que se veía como fundamental para favorecer la cohesión social.
Andando el tiempo fueron surgiendo voces críticas a la extremada intervención del Estado en todos los aspectos de la vida cotidiana mientras surgía una sociedad de valores más liberal apoyada en los reacomodamientos políticos y económicos que se daban en el mundo, con la caída del bloque soviético como bisagra de dos épocas. Sin embargo, la llamada ingeniería social no se abandonó completamente, más bien podríamos decir que cambió de dueño. Desde entonces sería el mercado, ese ente tan abstracto y omnipresente como un Dios, el que se apropiaría de este liderazgo para hacer casi exactamente lo mismo pero según sus propios intereses, es decir, interviniendo en los gustos y modos de vida de la sociedad desde la premisa de los hábitos de consumo. ¿O no moldean nuestra vida las empresas dominantes y los mundos de fantasía que crean a su alrededor?
La arquitectura de nuestro tiempo vive una transformación vertiginosa, enmarcada en una realidad que debe hacer frente a crisis como la medioambiental, la energética, la de acceso a la vivienda y ahora la sanitaria. Todos los gobiernos hablan desde hace meses de una nueva normalidad, como si de repente estuviéramos entrando en una nueva época. Las calles y espacios públicos están ahora demarcardos y se imponen nuevas normas de interacción entre las personas. Aquel idealista y amplio umbral del arquitecto Jaap Bakema de los años sesenta parece encogerse a su mínima expresión y por todas partes aparecen barreras que nos cortan el paso. Una vez más el Estado interviene en nuestro comportamiento y en el espacio real, mientras que ante la imposibilidad de movimiento, crece exponencialmente el espacio virtual hacia donde parece haberse trasladado gran parte de nuestras vidas. Surge así la misma pregunta que hace un siglo se hicieron los que urbanizaron Ámsterdam ¿qué consecuencias tendrán estas normas para la vivienda, las ciudades y para nuestra sociedad? y ¿quién es hoy el arquitecto que dirige nuestros pasos?