Holanda es un país hermoso, qué bonita es Amsterdam, qué paisaje maravilloso, qué país tan increíble. Para nosotros que vivimos aquí es cosa de todos los días escuchar estos comentarios, como también lo es ver en las redes sociales miles de bellísimas fotografías retratando estas tierras desde todos los rincones a cada momento del día. Nadie puede resistirse a esa mágica combinación que forman los viejos edificios de ladrillo de grandes ventanales junto a un molino, un canal cruzado por un puentecito de madera o un campo de tulipanes de rojo intenso. Pero también hay otra Holanda, que convive día a día con esos paisajes y que a veces solo está a un giro del objetivo de la cámara de esa postal insuperable. Es la Holanda de la cotidianeidad que tantas veces escapa a los exigentes cánones de belleza de las redes sociales.
Ese país que podríamos calificar como “feo”, por contraponerse a la bella postal de un usuario de Instagram, es, sin embargo, el del día a día de millones de holandeses. Es la Holanda de la interminable repetición de viviendas en hilera, a lo largo de monótonas calles repletas de coches aparcados; la de los bloques de viviendas sociales “a la rusa”; la de los centros comerciales y supermercados de los años setenta, ochenta y noventa donde cada sábado concurren las familias para hacer sus compras semanales; la de los “Woonboulevards” donde se agrupan las tiendas de sofás, cocinas, artefactos de baño, muebles y pisos, que tradicionalmente se abarrotan de gente el segundo día de pascuas; la de las grises zonas industriales y de oficinas donde cada día se trabaja y se produce entre las ocho y media y las cinco de la tarde; la de las estaciones de autobuses y nudos de transporte con su aspecto siempre entre futurista y descuidado, de escaso reparo ante el frío y las lluvias constantes. Es también la Holanda de las autovías siempre atestadas de coches y los atascos de tráfico en las horas pico.
Nadie ya a esta altura puede seguir siendo tan ingenuo de creerse literalmente una fotografía. Aunque es verdad que nos encanta dejarnos llevar por la magia de una imagen, que es justamente el valor del arte, todos sabemos que lo que estamos viendo es muchas veces una cuestión de encuadre, donde la pericia del buen fotógrafo logra que un recorte de la realidad se convierta en algo mágico. Ahora bien, lo que nos sucede es que la total ausencia de la otra cara de la moneda hace que nos sea imposible imaginar cómo es ese lugar en su totalidad y para llenar ese vacío nuestra mente extiende los márgenes de la fotografía, generando un paisaje inexistente pero que se corresponde con la imagen que tenemos del país… ¡Qué hermoso es Holanda!
Hace unos días fuimos a recorrer Ijmuiden, una pequeña ciudad cercana a Ámsterdam y relativamente nueva. Creada en 1870 cuando se excavó el Canal del Norte y ubicada en su desembocadura, la ciudad, que entonces llegó a sumar 1.500 habitantes, se desarrolló y creció con la llegada de la metalurgia en 1918 y las actividades de sus cuatro puertos. Más tarde fue destruida durante la segunda guerra mundial y reconstruida durante los años de posguerra. Hoy IJmuiden cuenta con 30.000 habitantes.
No podemos decir que Ijmuiden sea una ciudad realmente fea, sin embargo aparece como parte de una particular guía turística que esta semana salió a la venta en las librerías, llamada Treurtrips (algo así como “escapadas a lugares para echarse a llorar”) y que, según dice su autor, Mark van Wonderen, recorre los sitos más “hermosamente feos” con el objeto de redescubrir Holanda. Lo cierto es que si uno aterriza allí de turista y le depositan en la puerta del Hema, en el centro de esta ciudad, la sensación debe ser un tanto desconcertante. Construido en los años 50, este centro, apenas actualizado y un poco decaído, parece salir de una postal de aquellos años, y algunos de sus barrios portuarios remiten a las imágenes de películas inglesas de crímenes y detectives filmadas en alguna decadente ciudad industrial.
Y es que Holanda es sin duda mucho más que molinos, vacas y tulipanes. Holanda es un país densamente poblado que experimentó un gran desarrollo después de la Segunda Guerra Mundial. Sorprenderá ver cómo las postales de aquella época mostraban edificios y encuadres que hoy pasarían totalmente desapercibidos para cualquier turista. Corrían otros tiempos, y otros cánones de belleza. La pujanza del país se transmitía mediante la demostración de lo nuevo, lo absolutamente moderno hasta el límite de lo futurista. Lo tradicional, lo antiguo, era por aquellos años lo “feo”. Se experimentaba el “ahora” con esperanza y ese futuro promisorio no podía ser más que belleza.
Hoy, sin embargo, pareciera que nos avergonzamos de lo cotidiano y lo escondemos detrás del telón de nuestras vidas virtuales. Como si cada día viéramos molinos y campos de tulipanes a través de nuestra ventana, o desayunáramos con la vista de una fachada del 1600 reflejada en un canal mientras una familia de patos pasa nadando. En realidad, todos nosotros habitamos “lo feo”. Es por eso que en este artículo queríamos reclamar el valor de lo cotidiano, la magia del día a día, lo único que a la mayoría le pasa desapercibido, para que la belleza no sea monopolio de apenas unos cuantos recortes “fotoyopeados” de la realidad. Así que la próxima vez que salgamos a la calle miremos a nuestro alrededor y descubramos la belleza de lo feo. Así, ya no necesitaremos Instagram para sentirnos bien.