He aprendido también que Hugo de Groot no es solo el nombre de la calle donde viven mis amigos, sino que fue un niño prodigio que más tarde declararía que el mar no era propiedad de nadie, así que es a él a quien debemos la existencia de las aguas internacionales.
Hasta hoy tampoco sabía que ese edificio al lado de la iglesia Vieja (Ouderkerk), que tanto llama la atención por su fachada de estilo gótico, lo expropió Guillermo de Orange a una familia de nobles y se lo regaló a su hija mayor. Esta vivienda resistió al incendio que en 1654 arrasó la ciudad, y por eso es tan diferente al resto de las típicas casas holandesas que la rodean. El edificio es ahora el Gemeenlandshuis, lugar donde se ubican las oficinas de la Delftland Water Board, la administración que gestiona la calidad y el manejo del agua de la zona, y la culpable del pequeño infarto que sufrí cuando llegó a mi buzón la anual (y no muy bien recibida) carta de los impuestos del agua.
Hoy he aprendido que casarse un domingo en el precioso ayuntamiento antiguo de Delft cuesta casi tres mil euros, y que es el lugar más caro donde dar el sí quiero en los Países Bajos. También, que la famosa cerámica azul Delfts Blauw no fue inventada precisamente en esta ciudad, sino que un comerciante avispado copió la técnica que usaban en China y la empezó a producir aquí.
Hasta hoy yo pensaba que la parte superior de la iglesia Nueva (Nieuwekerk) de Delft estaba ennegrecida debido a un incendio, pero no es así. Parece ser que, durante una reconstrucción de la parte superior de la torre, se utilizó un tipo de piedra arenisca que se oscurece al contacto con la lluvia ácida. Como es comprensible, no tiene mucho sentido limpiarla. No obstante, no iba tan desencaminada en cuanto al incendio, ya que esta iglesia se quemó dos veces: primero durante el incendio que ya he comentado y, más adelante, por la caída de un rayo.
En definitiva, hoy he descubierto mucho sobre la historia, el arte y las curiosidades que esta pequeña ciudad entraña. Aunque hay muchas otras cosas sobre Delft que ya sabía. Algunas las aprendí nada más llegar y otras las he ido conociendo con los años.
Meses que se convierten en años
Vine de Erasmus con la idea de quedarme un curso. Llegué un día a finales de verano y supe desde el principio que Delft es una ciudad pequeña y preciosa. Lo que no sabía entonces, y aprendí unos meses más tarde, es que en primavera podía llegar a ser aún más bonita.
Ya sabía que había un Ikea que me facilitaría mucho las cosas cuando tuviera que instalarme en mi habitación temporal. Lo que no me imaginaba es que serían tres las veces que Ikea me salvaría la vida en cada mudanza, ni que, cuatro años después, viviría sola en un apartamento donde me sentiría como en casa. Recuerdo que mi primer invierno aquí no fue nada fácil, y que me tranquilizaba saber que no habría un segundo porque iba a volverme a España. Mis amigas aún se ríen de mí porque soy la única de todas nosotras que sigue aquí.
Aprendí poco después que detrás de Ikea hay un lago, al que comúnmente nos referimos como Delftse Hout, y en primavera se convirtió en nuestro lugar de encuentro habitual. No podía imaginarme entonces la de días soleados que pasaría tomando cervezas y haciendo barbacoas con amigos, leyendo tirada al sol e incluso haciendo deporte. Ahora es mi sitio -y el de gran parte de los cien mil habitantes de Delft- al que escapo para estar un poco más cerca de la naturaleza.
Me di cuenta enseguida de que había muchos canales. Estos canales me parecían -y me siguen pareciendo- preciosos, pero al mismo tiempo me daba rabia tener que dar rodeos para poder cruzar una calle. Con el tiempo he ido descubriendo los atajos, pero sigo odiando las cuestas de los puentes cuando tengo que atravesarlos en bici.
Nada más llegar supe que los jueves y los sábados hay mercado y empecé a hacer allí la compra. Lo que no sabía entonces es que, cinco años después, ir al mercado aún seguiría siendo parte de mi rutina de los sábados. Y ahora, además de fruta y verdura, a veces compro flores. Algo que, ni por asomo, se me hubiese pasado por la cabeza cuando viví aquí como estudiante.
Poco a poco he ido descubriendo todas las cafeterías pequeñas y acogedoras, a las que me gusta ir tanto con amigos como sola, a leer y a trabajar. Y hablando de amigos, también supe que haría muchos y no me equivoqué. Aunque de los que conocí el primer año ya no queda nadie, Delft sigue sorprendiéndome y poniendo a personas maravillosas en mi camino que se han ido convirtiendo poco a poco en mi pequeña tribu.
En todos estos años me he dado cuenta de que no me acostumbro al encanto de Delft. De hecho, a veces me pregunto si algún día pasearé por sus calles sin pensar en lo bonito que es y me podré aguantar las ganas de hacer fotos en cada esquina. Las tengo de días grises y de días soleados. Cuando hace viento, hago fotos a las hojas en movimiento. Los días calmados, a los canales que parecen espejos. La luz y los colores son distintos dependiendo de si es otoño, invierno, primavera o verano. Mi móvil está lleno de fotos que pueden parecer iguales, pero todas son diferentes.
Delft sobre el papel
Soy de esas personas que sienten debilidad por el olor de los libros en papel, así que, al poco tiempo de llegar a Delft, busqué sus librerías . Al ser una ciudad más bien pequeña, había solo un par y de libros mayormente en holandés. Quién hubiese dicho que algún día estaría más cerca de saber holandés y podría empezar a fijarme en los libros con títulos que en aquel momento me parecían impronunciables.
Hace unas semanas entré en una de estas librerías y me llamó la atención una portada ilustrada; el libro se llamaba Het geheim van Delft. Investigué un poco y descubrí que era un libro de narrativa juvenil. Va sobre un niño que tiene que resolver enigmas para hallar «el secreto de Delft» y poder así encontrar a su tío que ha sido secuestrado, al mismo tiempo que descubre al lector rincones históricos de la ciudad. Me pareció muy interesante y pensé que con mi nivel actual de holandés sería capaz de leerlo, así que volví a la librería a por él. Fui con una amiga, de las que antes vivía aquí y que ese día estaba de visita. Cuando le enseñé el libro me dijo: «Te lo regalo. Me parece precioso y me lo compraría si pudiese leerlo, pero como no puedo, te lo compro a ti».
De esta manera tan bonita y altruista, este libro llegó a mis manos. Aunque aún no me lo he leído, me hizo darme cuenta de que después de tantos años no sabía nada sobre la historia de Delft. Supongo que esto sucede cuando crees que tienes todo el tiempo del mundo en un sitio y lo vas dejando pasar, porque en tu día a día lo único que realmente necesitas saber es dónde está el supermercado y poco más.
Así que me propuse ser un poco más turista en mi ciudad adoptiva y por eso hoy he aprendido tantas cosas. Ha sido gracias a Inés, una chica que conocí a través de una amiga y que hace Free Tours de Delft en español; los cuales voy a recomendar a partir de ahora tanto como recomiendo siempre esta ciudad. Una ciudad acogedora, cuyas calles desprovistas de bullicio me animan los días más tristes, cuyas cafeterías me reciben cuando necesito tanto compañía como tranquilidad, y cuyas tiendecitas llenas de cosas bonitas me crean necesidades que no me puedo permitir.
Con todo esto, mis motivos tengo para jugarme la vida saltando repentinamente de la bici cada vez que veo un rincón especial y saco el móvil para hacer fotos. Y aunque parezcan todas iguales, me hace feliz sentir que esta ciudad, que más bien parece un pueblo, me sigue cautivando como el primer día. Después miro las fotos y pienso: «Qué luz, qué cielo, qué magia».