Sabemos que causa fiebre, tos seca y cansancio. Pero, ¿cuáles son los síntomas sociales de la COVID-19? Un empresario, una conductora de autobuses, una profesora de secundaria —con una madre en una residencia para mayores— y una estudiante recién graduada, nos dan las pistas de la nueva normalidad que parece dejarnos la pandemia.
Un empresario que ve el vaso medio lleno
El sitio solía ser un café de comidas rápidas donde vendían papas fritas y helado. En la calle lateral estaban las vitrinas de las mujeres en ejercicio de la prostitución, pero la municipalidad quería renovar el espacio. El lugar fue desocupado y puesto a la renta. David de Haas, artista graduado de la Universidad de Ciencias Aplicadas de Hanze, que renovaba espacios como trabajo temporal, vio la oportunidad de reformarlo y convertirlo en café. Así nació Lust. En palabras de su dueño, “más que hacer dinero lo que quiero es pasarla bien”. Era 2018.
“Nunca había tenido empleados, aprendí sobre ello, y a formar una base de clientes y crear un menú”, dice. El lugar es uno de los favoritos de los estudiantes internacionales, no sólo por su menú vegano flexible sino por las colaboraciones que realiza con grupos estudiantiles activistas por los derechos humanos y el medio ambiente. “En un día ocupado llegábamos a tener 70 clientes al mismo tiempo”. Ahora, en el local solo está David con su ayudante. Han logrado sobrevivir gracias a pequeños pasos: cerrar por la pandemia, abrir con precaución, agregarle más platos al menú y lanzarse al mundo del “dámelo para llevar”.
Pero no todos tienen la misma suerte: tan solo en marzo la industria perdió el 33 por ciento de sus ventas. Según la Agencia Central de Estadística (CBS), desde el inicio del aislamiento inteligente, 78 cafés y restaurantes han quebrado. Uno de los primeros en hacerlo fue Vapiano. Con once filiales por todo el país, el restaurante proponía un concepto de comida fresca cocinada al instante y sin meseros. David cree que lo contrario a ser grandes es lo que los mantiene a flote: “nos adaptamos fácilmente y no necesitamos cientos de euros para ello”. Pero reconoce que sin las ayudas del gobierno, como los subsidios empresariales, probablemente ya hubiera cerrado.
A David le ha sido fácil integrar el distanciamiento físico en su rutina personal, “pero si me dicen que esto durará diez años más podría cambiar de opinión”. Como empresario prefiere no complicarse: “Todos los países del mundo tienen a sus mejores expertos investigando, pero aún no hay respuestas exactas. Podría especular sobre lo que pienso del virus, de lo malo y contagioso que puede ser, y de cómo manejarlo, pero elijo seguir las reglas que me son dadas, sin más”.
La pandemia no se la ha dejado fácil, sobre todo por la época del año en la que llegó: los estudiantes universitarios internacionales son los primeros en irse durante el verano. Él se aferra a lo bueno: “me obliga a pensar cómo hacer crecer mi negocio entre neerlandeses, y los domicilios que ahora nos ayudan a sobrevivir serán otra fuente de ingresos a futuro. Además, ya podemos atender a los clientes en las mesas”.
Cuando la escuela la extrañan hasta los que la odiaban
Para Hanja Streefkerk, profesora de teatro de secundaria, la pandemia ha significado el miedo de infectar a su madre, una mujer de 65 años con diabetes, residente de un hogar de cuidado para mayores; y la paranoia de saberse enferma por una tos insoportable e imposible de testear para COVID-19 en los días aciagos, porque no había suficientes pruebas y las que existían eran para quienes estaban realmente enfermos y viejos.
“No la visité por tres semanas. Cuando por fin lo hice fue a metros de distancia”. Afortunadamente su madre no enfermó. Pero no todos tienen la misma suerte. Las últimas cifras, publicadas por el Instituto Nacional de Salud Pública y Ambiente (RIVM), dicen que el 46 por ciento de las víctimas confirmadas con el virus vivía en una casa de cuidado, como su madre. Y recién se sabe, por una investigación del programa Nieuwsuur de NPO, que durante marzo, uno de los meses donde apenas se iniciaba a recorrer el pico, 55 laboratorios avalados por el RIVM ejecutaron sólo la mitad de las pruebas que tenían la capacidad de hacer.
Para ella la pandemia ha sido, sobre todo, un viaje emocional que encontró algo de sosiego con el regreso a las clases. Aunque fue rarísimo: “en el norte las vacaciones de verano empiezan antes, tuvimos que hacer un cambio total del sistema para sólo dos semanas”. Todo va a media marcha y las materias artísticas, las que podrían dar más consuelo en tiempos confusos, han sido relegadas, al menos en su escuela. “Música, deporte, incluso teatro, mi clase, la mantendremos en línea, aún no encontramos la forma de dictarla de manera presencial y sin contacto”.
En realidad las decisiones de cómo afrontar el virus en el sistema educativo han sido caóticas desde el principio. El Outbreak Management Team del RIVM (Equipo de Gestión del Brote, en español) aconsejó no cerrar escuelas, pero el gabinete presidencial decidió lo contrario un par de días después, luego de que resonaran en el país la confusión que generó el cierre de las universidades y escuelas de educación superior entre los profesores de primaria; y la carta enviada por la Federación de Médicos Especialistas (FMS), donde le preguntaron a los políticos si realmente había suficiente fundamento para dejar abiertas las escuelas o si no era mejor estar del lado seguro. Incluso los científicos parecían contradecirse. Algo no estaba bien.
En total, el 2,8 por ciento de empleados del cuidado y de la educación testados han dado positivo por el virus. Una cifra baja, según Susan van den Hof, jefa del Centro de Epidemiología del RIVM, quien también ha reafirmado la incertidumbre de la pandemia: “sacaremos conclusiones 3 ó 4 semanas después de reabrir los colegios”, dijo al periódico Trouw.
Cuando este reportaje se haya publicado, los profesores como Hanja estarán recorriendo un camino que aún no sabremos qué consecuencias tendrá. Los únicos que parecen tener certeza son sus alumnos: “Estaban hartos, querían regresar al cole, extrañaban a sus amigos”, dice la profesora.
2020, el año de los graduados sin ceremonia
Nina Cisci, con 16 años, hace parte de la generación escolar que se graduó en el primer año de la pandemia. No hubo paseo a Walabi ni viaje a Londres con su mejor amiga. Lo que sí hubo fue una foto en su Instagram en la que sonríe con la bandera neerlandesa de fondo, un “geslaaagd” de pie de foto y 320 ‘me gusta’. La famosísima llamada donde la directora de grupo le avisa a sus estudiantes si se gradúan, o no, tampoco ocurrió como debía. “Perdí el asombro, ya sabía que me graduaba por los mensajes de la aplicación que utilizamos para comunicarnos. Y no me despedí de mis amigos, es realmente triste”, me dice por una videollamada de WhatsApp.
El refugio de Nina en la sociedad de los 1,5 metros de distancia es ir a clases de baile dictadas en la calle frente a la academia a la que asiste desde sus siete años, aunque a veces la lluvia daña sus planes, y decide entretenerse en la pantalla de su celular. Esa sobreexposición al mundo virtual es una constante en la juventud neerlandesa. En el foro virtual del Kindertelefoon (Teléfono para los Niños), una línea de apoyo psicológico, el tema “matoneo” fue desbancado por “acoso en línea”. Pero no sólo aumentó el acoso virtual, también se sospecha del maltrato físico y psicológico en los hogares. Aunque la cantidad de este tipo de denuncias no haya variado significativamente durante la pandemia en los registros policiales, hay indicios: en el Kindertelefoon el tema “Hogar y familia” pasó del cuarto al segundo lugar, y “Violencia” está entre los temas más discutidos del foro.
Según el informe “Coronacrisis, niños y juventud en los Países Bajos”, producido por Unicef y la Universidad de Leiden, la ausencia de más denuncias por maltrato infantil ocurre por el confinamiento de los profesionales que trabajan en las escuelas o en los servicios sociales alertando de posibles indicios de abuso. El mismo informe reconoce la imposibilidad de saber los efectos de la pandemia en el bienestar mental de los jóvenes por su “increíble diversidad” pero pone la lupa en aquellos que no tienen acceso a internet o computador portátil; en los 33 mil usuarios menores de edad de los bancos de alimentos registrados en 2019; y en los hijos de familias empobrecidas sin vivienda a quienes se les dificulta quedarse en la casa de un familiar o amigo por el distanciamiento social, mientras el sistema se toma el tiempo de pensar si las familias merecen ayuda social.
Hanja, la profesora de teatro, lo ve en su clase a diario, y se agudizó en la pandemia: “muchos no tienen la tecnología necesaria para seguir una clase en línea. Del colegio prestamos varios computadores de la sala de medios para que no se atrasaran”. Pero lo que más le sorprende es la fortaleza de los chicos: “cuando nos reencontramos esperábamos escuchar un montón de quejas que nunca hicieron. Algunos la pasaron mal, pero la mayoría solo se aburrieron y extrañaron mucho a sus amigos”.
La amabilidad en el transporte público ha desaparecido
Alex Kors es una de las conductoras públicas que tiene asignada la ruta 350 de los autobuses Qbuzz, una de las más usadas en Groningen, la capital del norte. Apenas se decretó el aislamiento inteligente la mitad de sus compañeros fueron enviados a casa. La mujer, de 25 años, trabaja allí desde hace dos años y medio. Su tío, conductor en la misma empresa, le convenció para trabajar en Qbuzz después de insistirle casi toda su vida. “Siempre le dije que no era algo para mí, hasta que lo intenté y me di cuenta de que este era el mejor trabajo del mundo”, dice Alex.
Antes había mucho tráfico y otras veces carreteras vacías, pero siempre había pasajeros que eran dulces con ella por ser mujer, al menos es lo que cree, y “el bus es grande, cómodo y lo puedes pasear por toda Groningen”. Hasta que la pandemia llegó y las cosas dejaron de ser siempre agradables para volverse un poco hostiles. En los días más solitarios, los pocos pasajeros que se subían al bus no saludaban a Alex y las mascarillas, que ahora son de uso obligatorio, no ayudan.
En tiempos difíciles parece que nos aferramos a las alegrías pequeñas. La de Alex era ver llegar junio, y con él a sus compañeros reintegrados y a sus pasajeros. Pero aún después de la flexibilización de las medidas el uso del transporte público sigue siendo impopular. Según el CBS, mientras en un día normal de marzo 4,7 millones de personas ingresaban al transporte público, en la misma fecha durante la pandemia apenas se registraron 850 mil viajeros. La diferencia de usuarios entre el pasado martes 9 de junio y el mismo día hace un año fue del -70 por ciento.
Con sus compañeros reintegrados y las rutas normalizadas, Alex siente como si el coronavirus nunca hubiese llegado, excepto por sus pasajeros: “Aún no saludan como antes, sigo recibiéndolos con un ‘buenos días’, no pierdo la esperanza de que alguno conteste”. Mientras tanto, aquellos que se niegan a cooperar con la nueva normalidad —la minoría— son multados. La vida en la calle vuelve poco a poco, aunque, en realidad, nada es como antes.