Desde la mirada sudeuropea, la calle de una ciudad holandesa se vive, se percibe, de dos formas casi antagónicas. Por un lado, vemos un urbanismo ordenado y planificado, donde cada centímetro está diseñado y goza de un excelente mantenimiento. Por otro, a menudo se convierte en un mero lugar de paso que sirve para poco más que transitar -seguramente en bicicleta y con rapidez- de un sitio a otro, sin espacio para pararse, para la improvisación o para el disfrute. El espacio público refleja el uso que una sociedad hace de él y, por lo tanto, de cómo es esta. En este caso, vemos las dos caras de la moneda.
Que el urbanismo holandés es fruto de una gran planificación y organización entre partes implicadas es un hecho. Las fases de proyecto (cinco en lugar de dos, como pasa en España) permiten desarrollar los proyectos con todo detalle, trabajando conjuntamente arquitectos, ayuntamientos y otros organismos implicados. De hecho, los ayuntamientos holandeses disponen de una serie de documentos y comisiones de técnicos que velan por la calidad de los proyectos de arquitectura y urbanismo, algo menos frecuente en España cuando no se trata de edificios patrimoniales o de cascos antiguos protegidos.
Pero el urbanismo no determina únicamente cómo es una calle o una plaza; también define el tamaño de los edificios que componen una ciudad, su uso, la distancia entre ellos o a qué se destinan sus plantas bajas. El urbanismo holandés también es claro y eficiente en eso; hay un equilibrio cuidadosamente estudiado. Además, las plantas bajas suelen quedar abiertas hacia la calle, “sin nada que ocultar”, independientemente de que sean comercios, oficinas o viviendas.
Esta descripción hace pensar que pasear -verbo que uso a propósito- por estas calles debe ser fácil y agradable, sobre todo teniendo en cuenta el gran predominio de vegetación en la ciudad y de grandes extensiones de parques en un país donde llueve a menudo. Pasear implica observar, parar, gozar e incluso juntarse; implica quizás perder la noción del tiempo, el “dolce far niente”. Para eso el espacio público debe acompañar, ser agradable y confortable para sus paseantes: espacios para sentarse, para la interacción, para lo espontáneo y el dejarse llevar. Así sucede en muchas ciudades mediterráneas, donde la calle mayor o la plaza del pueblo configuran el punto neurálgico de la ciudad o del barrio. Este se convierte en el lugar de encuentro social e intergeneracional donde a menudo se combinan comercios, con locales de ocio y edificios públicos. Allí es donde sucede todo. Contra todo pronóstico, cuesta encontrar estos espacios en los Países Bajos.
Es cierto que la mitad del año el clima no invita a que se den este tipo de situaciones, pero la otra mitad, sí. Cuando empieza la primavera y apetece salir de casa, cuesta encontrar bancos o espacios donde se reúnan grupos improvisados de personas a entablar conversación. Pero, entonces ¿dónde está la gente? Puede que en los parques o en su casa. En el primer caso, se pasa de unos parques vacíos en invierno a unos parques llenos en verano, como si de una playa española en pleno agosto se tratara. Allí, los grupos de amigos y familias se juntan, cada uno en el espacio que se ha autodelimitado, con su propia comida y bebida. En el segundo caso, los holandeses abren las puertas de sus casas y en su pedazo de acera, disponen una mesa y unas sillas para comer, cenar o simplemente disfrutar del buen tiempo. En ambas circunstancias se produce una ocupación del espacio público para un uso casi privado, lo cual se traduce también en el tipo de relaciones sociales que se establecen. De este modo, la función pública del lugar sigue sin activarse del todo.
Por eso, desde la visión sudeuropea se percibe una cierta hostilidad en el espacio público ya que la mayor parte del tiempo su uso queda relegado a la circulación -seguramente en bici- para ir de un lado a otro. Así, la ruta acaba siendo de A a B, ya que el camino no invita ni a pararse ni a interaccionar. De hecho, la bicicleta, a pesar de todas sus virtudes, enfatiza esto: aunque se produzca un encuentro entre conocidos, la velocidad y la inercia dificultan pararse, de modo que muchas veces la interacción acaba siendo un simple saludo rápido. En cambio, cuando el encuentro se produce a pie, es más probable que dos personas se paren y charlen.
La arquitecta holandesa Floor van Ditzhuyzen, en redes “Public Space Detective” y asentada en Rotterdam, reflexiona sobre la hostilidad del espacio público holandés, especialmente en la ciudad donde reside. A través de fotos y artículos, muestra su aprobación o desaprobación del espacio público: desde bancos claramente incómodos o mal colocados, a resaltos en el pavimento que entorpecen el camino, especialmente para personas en silla de ruedas. Algo parecido hace la cuenta “Dutch hostile architecture”.
Espacio para el comercio
De todo lo contado hasta ahora, existe una excepción: el uso del espacio público con finalidad comercial. Los mercados semanales o incluso los de navidad son un punto de encuentro de la ciudad, especialmente los sábados por la mañana. Su arquitectura efímera transforma el espacio y, si el tiempo acompaña, se llena de bullicio durante las horas que está abierto. Cuando los puestos del mercado no están, las terrazas de las cafeterías toman las calles y las plazas, especialmente en primavera y verano. En resumen, la activación del espacio público para su gozo e interacción social lo lideran los negocios, algo bastante significativo y que probablemente está vinculado a la cultura protestante, es decir, a la necesidad de servir a un fin, casi siempre, el de hacer dinero.
Todas estas descripciones ejemplifican el uso que se hace del espacio público en Holanda, fruto de un diseño pensado para generar determinadas situaciones que fomentan el individualismo y la explotación económica. Aún así, el volumen de interacciones que en él se generan es menor que el de las calles y plazas sudeuropeas. Estas últimas, a pesar estar peor mantenidas y -a veces- planificadas, juegan un papel más protagonista y más activo en la vida social diaria, con más sitio para la improvisación y los encuentros a pie de calle. De modo que no son un buen mantenimiento y una planificación premeditada los que generan espacios públicos vivos; es precisamente una menor organización la que, enfocada al uso colectivo y a su integración en la vida diaria, genera interacciones entre sus usuarios.