«Confinarse en una habitación no significa que uno se haya quedado ciego, y estar loco no es lo mismo que quedarse mudo. Lo más probable es que fuera aquella habitación la que devolvió a Holderlin a la vida, la que restituyó la vida que le quedaba», recuerda que escribió Paul Auster. (Vila-Matas, Dublinesca)
Este es uno de los artículos que más me ha costado escribir. Quiero hablar de tantas cosas, explorar cada arista de la situación, que he estado cayendo una y otra vez en la parálisis por análisis. Yo quería escribir acerca de cómo las personas migrantes viven y conviven con la incertidumbre y la distancia de sus países de origen cuando en estos ocurre una catástrofe o se atraviesa una crisis. El tema ya lo tenía decidido desde hace tiempo, y de pronto la realidad me puso en bandeja -una fría y fea bandeja- el tema a tratar hoy.
Como psicóloga se espera de mi que dé pistas para sobrellevar el confinamiento, o que aporte mi conocimiento para saber qué nos está pasando en el cerebro ahora mismo, o que de consejos para «sentirse mejor». Y lo cierto es que, hace semanas comencé a hacer algo así, intenté sumarme a todos esos profesionales que creaban artículos en redes sobre las cosas que hay que hacer, protocolos a seguir, ejercicios que practicar y cosas en las que pensar para que la vida siga de la forma más normal posible hasta que hace pocos días comprendí que eso no iba a poder ser, y que ni siquiera era deseable.
Así que permitidme, queridos lectores, que hoy escriba como persona antes que como psicóloga. Por varias razones. Primero, porque perteneciendo a uno de los países en los que la pandemia está siendo más cruenta, España, esta historia me toca de cerca. Segundo, porque soy una mujer migrante que tiene su familia en Madrid, confinada desde hace ya un mes y lo que aún queda. Tercero, porque vivo actualmente en los Países Bajos y mi cuerpo está aquí mientras que mis pensamientos se centran en cómo va a afectar esta crisis a mi país. País al que es aún incierto si la Unión Europea ayudará económicamente, siendo el mayor obstáculo para esto precisamente el gobierno del país donde vivo, trabajo, y he creado mi pequeña familia.
Medidas de Países Bajos, confinamiento español
Yo, como muchas otras personas españolas en Países Bajos, decidí seguir desde el primer momento las indicaciones de mi país de origen en lugar de las del gobierno neerlandés. De esta forma me sentía más cerca de mi familia, de mi lugar de origen, era una forma de solidaridad, humanidad compartida y de apoyo. En el fondo, sabía que era lo que había que hacer. Como muchas otras personas migrantes han compartido también conmigo, tuve que soportar comentarios de algunos locales criticando las medidas españolas («eso nunca podría pasar en Holanda, se crearía una revolución», tuve que oír). También tengo que convivir diariamente con el término «confinamiento inteligente», nótese que el término mismo pone al otro lado del continuo a los demás países que han optado por un confinamiento completo.
El hecho de estar confinado nos pone en contacto con sentimientos, actos, pensamientos y emociones con las que, debido a la vida que hemos llevado hasta ahora de agenda llena y pisar la casa básicamente para dormir, no habíamos estado nunca en contacto. Comenzamos siendo positivos acerca del hecho de quedarnos en casa, como si fuéramos partícipes de un gran experimento. Sentíamos eso que Enrique Vila-Matas denominó «la alegría íntima de los confinados». Nos planeamos las actividades que podíamos hacer, los libros que íbamos a leer, los cursos online a los que nos íbamos a apuntar, hasta que al final tuvimos la agenda más completa que en la vida «normal».
Los días fueron pasando y las paredes de la casa se hacen más pequeñas al ritmo de las extensiones del confinamiento. La incertidumbre, en el caso de las personas migrantes, acerca de cuándo vamos a poder volver para ver a nuestras familias, es cada vez mayor.
Las crisis no son una oportunidad, son un proceso de duelo
Un artículo de la psiquiatra Ibone Olza me abrió los ojos un día. Esta crisis y lo que nos ocurre cuando la humanidad entera se enfrenta a una situación de este tipo se puede extrapolar a lo que pasa cuando atravesamos un duelo, es decir, cuando algo que formaba parte de nuestra vida y de nuestros circuitos neuronales se acaba de manera imprevista, a veces de un día para otro.
Elizabeth Kubler-Ross desarrolló su teoría de las etapas del duelo a finales de los años 60, cuando la muerte era un tema tabú y pudo observar cómo en los hospitales no se discutía con los pacientes terminales precisamente eso: que su vida se apagaba. Aunque se habla de fases o etapas, no se suceden necesariamente en orden, y no siempre se dan todas. Siempre depende de la situación, de la persona, y de las circunstancias que rodean al hecho en sí.
Mi madre murió joven, en el 2010. Yo tenía veinte años y mis hermanos mellizos dieciséis. Este acontecimiento puso de manifiesto en mi vida la presencia de la muerte: dejó se ser una idea, si es que alguna vez lo fue, y pasó a ser una posibilidad. Creo que algo parecido está ocurriendo con la crisis del coronavirus. La Covid-19 y la gran cantidad de vidas que se está cobrando, el nivel de saturación al que está sometiendo a los sistemas sanitarios de todo el mundo, nos ha puesto frente a conceptos que para muchos de nosotros eran solo ideas y han pasado a ser hechos: muerte, enfermedad, incertidumbre, inseguridad.
Cuando supe que a mi madre le quedaban apenas días de vida, no me lo creí. Las madres no mueren, nunca, recuerdo que pensé. No es posible que esto vaya a ocurrir, seguro que esto no ocurre. Estaba en la primera fase del duelo: la negación.
Los días en los que un nuevo virus estaba localizado sólo en una ciudad de China hacían que su aparición nos pareciera lejana, ajena. Nadie creía, barajaba ni pensaba en la posibilidad de que pudiera llegar a nuestro país, fuera el que fuera. Cuando en Europa aparecieron los primeros casos, que se podían contar con los dedos de una mano, aún negábamos la realidad. ¨Es la forma que tiene la naturaleza de dejar pasar sólo lo que podemos manejar¨, escribe Kubler-Ross.
Pero de repente pasó. Sí, las madres podían morir. Me enfadé conmigo misma, ¿cómo pude haberlo negado tanto tiempo? Me enfadé con lo que fue un mal diagnóstico que le hizo ganar tiempo a la enfermedad. Me enfadé con tantas cosas que no sabía cómo repartir mi rabia, las razones eran lo de menos. Así se siente el enfado.
El virus llegó, se estableció sigilosamente entre nosotros y comenzamos a echarle la culpa a cualquier cosa. Los expertos señalan la importancia de sentir y observar esa rabia porque oculta sentimientos que aún no estamos preparados para tocar. Recurrimos al enfado al ser el sentimiento al que más acostumbrados estamos.
Después de la negociación y la depresión, necesarias para llegar a términos con la situación actual, llega la fase de aceptación. Esta última etapa no es sinónimo de haber superado el hecho, o de estar bien, o de haberse recuperado. La fase de aceptación hace referencia al hecho de aceptar que la antigua realidad ha desaparecido para dar lugar a una nueva realidad.
Esto es agua
Es el título que David Foster Wallace dio a la conferencia que ofreció en la universidad de Kenyon en el año 2005. Escritor escéptico y no conocido precisamente por tener una visión edulcorada de la vida adulta, alabó en este discurso la capacidad de elegir aquello en lo que ponemos nuestra atención. Y es que en pocos momentos como en este, vivir en el presente y elegir poner nuestra atención en el momento actual se ha desvelado como esencial.
Con su genuino estilo les hizo llegar a los alumnos recién graduados su punto de vista acerca de cómo su educación humanística les iba a guiar en la vida adulta. No les iba a ofrecer sólo ¨enseñarles a pensar¨, sino algo más: ofrecerles la posibilidad de elegir cómo pensar, dónde poner su atención. Tener la habilidad de, en lugar de ir a lo fácil y elegir nuestra ¨configuración natural por defecto¨, elegir ¨cómo intentar ver las cosas¨. Nos recuerda, al fin y al cabo, que la verdadera libertad es la que hay dentro de nuestra cabeza. La verdadera libertad es tener la posibilidad de pensar de forma distinta a esa configuración natural por defecto.
Esta situación pasará. Volveremos a abrazar a nuestras familias, volveremos a coger un avión y a cruzar una frontera. Volveremos a salir a la calle y a darnos la mano, a dejar de ver marcas en el suelo delimitando la separación entre las personas. Volveremos a respirar y a dar las gracias con una sonrisa y sin miedo. Volveremos a esas cosas tan humanas. Pero volveremos con muchos aprendizajes que tendremos que aplicar en la difícil situación a la que nos tendremos que enfrentar cuando esto pase. Una situación que no será la vieja normalidad, sino su nueva y transformada versión. ¿Dejaremos de ser los dos peces que se preguntan confusos qué les acaba de preguntar el viejo pez?
Espero que cuando esta situación acabe, sin saber muy bien qué sentido tiene aquí el verbo acabar, hayamos aprendido a mirar a la realidad y, como dijo el viejo Foster Wallace, recordarnos cada día que esto es agua.