Qué frustración. No poder escribir lo que realmente quiero escribir. Últimamente, cuando me siento frente a mi ordenador portátil y no me sale ni una sola frase que -de acuerdo con mi exigencia de persona con un nivel bajo de amabilidad hacia mí misma- merezca la pena, entonces empiezo a suplir la pulsión de la escritura con otras cosas. Por ejemplo, chequeo mi email y compruebo el estado del pedido que estoy esperando que me llegue a casa, buceo en páginas de web de ropa demasiado cara para mi bolsillo, me atrevo a poner tres cosas en la cesta virtual para cinco minutos más tarde eliminarlas de la cesta y cerrar la pestaña, visito perfiles de Instagram de cuya presencia podría prescindir o busco nuevos libros en Bol.com. A veces, lo reconozco, caigo en la tentación.
Y sólo ahora, cuando me he obligado a mí misma a seguir escribiendo sin pensar demasiado, después de haber hecho toda la lista anterior, me doy cuenta de todo lo que hago por evitar la pulsión de escribir. Porque no puedo escribir lo que realmente quiero escribir, ni siquiera para mí misma. Porque escribiría demasiadas cosas complejas, y dado que no soy una escritora, esas cosas no se leerían de forma sencilla ni fluirían. Serían frases pesadas como laberintos de piedra. Serían palabras confusas como mensajes de antiguos amantes. Serían imágenes abstractas como un jarrón chino hecho mil pedazos en el suelo del lobby de un hotel de cinco estrellas londinense.
Por eso he elegido escribir sobre algo muy concreto. He decidido escribir sobre el extraño y secreto placer que siento cuando me encuentro en una habitación rodeada de personas holandesas que hablan en holandés. Es necesario añadir aquí que entiendo el neerlandés, aunque no lo hablo de forma fluida. Así que soy la perfecta espía-agente doble. Puedo estar presente sin sentirme obligada a participar ni a añadir nada ni valioso ni mediocre. Puedo observar y perder teorías. Soy una verdadera voyeur del lenguaje de los otros. Especialmente en esos días en los que mi cerebro va más despacio que de costumbre y en vez de entender el ochenta por ciento de lo que se dice entiendo el cincuenta o incluso el cuarenta por ciento, me dedico a deleitarme con el arrullo de las erres, la suavidad de las eses, la humedad de las enes. Bocas que se abren y se cierran, a veces poco y otras invitando a pasar al escondite de las Mil y una Noches. Manos que se enredan en el pelo, en los pendientes, en los colgantes, que giran anillos, que se hacen heridas en los dedos, que se muerden las uñas, que escriben, que dicen hasta aquí hemos llegado. Eso nunca escapa al entendimiento.
Intento rescatar algo de lo que en realidad quiero escribir. Uno de mis lemas vitales es una frase de Enrique Vila-Matas: «de un tiempo a esta parte quiero ser extranjero siempre». En realidad, quiero escribir de lo que se va perdiendo a lo largo de la distancia que establecemos con las personas que no caben más en nuestra vida. Porque no somos de ninguna parte y a la vez nos gustaría pertenecer a ese grupo inquebrantable con el que nos sentamos las mañanas de los lunes y que habla un idioma extranjero. Querría escribir de eso que se pierde y que va formando ese vacío, que es el vacío de una campana sin el cual no existe la resonancia.
En mi pantalla aparece la notificación de un nuevo email. El paquete que estaba esperando llegará mañana entre las 10 de la mañana y las 15 de la tarde.